miércoles, 30 de septiembre de 2015

Malvones, por Katy Herendi (primera versión)

A esta hora tal vez ya ni importe. Nada va a recuperarse. Ahora da igual. Si ella viera lo mismo que estoy mirando; y hubiese visto ayer. No solamente las macetas, todas las plantas: las calas del rincón, las begonias, la albahaca; todas las otras plantas; como si hubiesen estado esperando su mejor momento para que unas pocas horas de helada echaran a perder las cosas, de esta manera. Como si un pequeño incendio hubiese sucedido en algunas, tan chamuscadas quedaron; o como si una mala noticia se hubiese difundido en aquellas y entonces tan solo se dejaron morir. Lo peor. Y no hay remedio. No es como en el verano. En el verano algo siempre se puede reparar. Y ahora ella va a machacar con lo del descuido. Que me lo dijo cuántas veces. Que para qué habla. Al viento le hablo, va a decir. Si cruzo el jardín voy a mojar con los zapatos la vereda.
Caroline Lord 
Ella algo va a decir.
Si no bajo la vereda, si no camino sobre el pasto, seguro reclamará que ni siquiera me acerco a ver las plantas. Por qué no busco la escalera y arrojo todas las macetas al terreno baldío. Podríamos llorar juntas por el final incierto de las plantas y maldecir al desgraciado que se atrevió a llevárselas. Pero no hago nada. Nada de todo lo que imagino. Y ni tampoco bajo la vereda.

Es una linda mañana; en cualquier momento sus pies arrastrarán las chinelas hasta la cocina, de ahí a la puerta que da al jardín. Dirá que hace frío; y que ya puede desayunar. Se sentará a la mesa y buscará los lentes. Tomará sus pastillitas preparadas en el último platito que queda del juego de porcelana inglesa, el que más recuerdos le trae y que merecen siempre el mismo comentario. Todo lo que coloco en la mesa ella lo acomoda un poco más. Un poco más derecho, un poco más centrado, un poco más cerca. La azucarera es desplazada hacia un lado con un giro, como si patinara sobre hielo, y vuelve adonde la dejé. A veces pienso que lo hace para sentir que ella también puso la mesa.

Me siento a tomar café mientras la acompaño en su desayuno. Siempre me ofrece sus tostadas. Y siempre le digo que ya desayuné. Todos los días es la misma conversación. Casi, casi con los mismos gestos, los silencios y hasta los mismos sonidos: cucharita, plato cuchillo. El crujido del pan.
La cocina no huele igual cuando la que desayuna es ella. Las tostadas, el limón de su té y hasta la mermelada de frutillas parecen oler a algo que ya es pasado. La miro comer; mastica lento, vuelve a ofrecerme. Le digo que no con la cabeza. Las plantas se helaron. Sigo mirando cómo desayuna. ¿Los malvones también? Los malvones no.  Sus manos blancas, acordonadas y un poco inseguras, acomodan esta vez los platos vacíos, la ayudo a levantarse. Despacio. Escucho el avance de sus chinelas llevándola hasta el sillón. En la ventana está el gato blanco. Ella toca el vidrio con el índice; la falange un poco desviada; el gato la mira. Ella dormita un poco en su sillón, el que tiene almohadones y la manta que le gusta. Mientras termino de levantar la mesa, la escucho: Si hay malvones, todavía hay jardín. Quizás hubiese preferido que se enojara un poco. El próximo invierno voy a ser más cuidadosa, pero ¡cuánto falta para el próximo invierno!


Katy Herendi


#cuentos #literatura #textosbreves

viernes, 25 de septiembre de 2015

Alas de música

Ofra Amit 



A veces todavía me sorprende el recuerdo de la circunstancia impredecible en la que tuve contacto con mi historia. La pequeña y miserable historia de mi vida. Son esos días que uno no espera ni planifica. Suceden. Nunca tiene uno planes para enterarse y saber lo que no se quiere.
Por qué querría enterarme de aquella intimidad de mi madre. Algo que ella probablemente jamás me hubiera contado.

Cuando termino de dar mis clases, y mis alumnos se toman la libertad de hacerme preguntas que de alguna manera aumentarían nuestro mutuo conocimiento y confianza, me apremia el sentimiento de detener ese avance desmedido de intimidad; de ningún modo es mi deseo repetir la historia por tercera generación. Hoy, sin embargo, me asalta una vez y otra la pregunta sobre qué mujer es verdaderamente dueña de su destino. No estaría -de alguna manera que escapa a nuestra voluntad- escrito que, en nuestra familia de mujeres, solo formáramos parte de una cadena infinita de mujeres solas que paren mujeres solas. Mujeres eslabones de mujeres, mujeres pianistas, mujeres con nuestras salas de piano, mujeres que quizás unas tras otra tuviéramos que marchar de pueblo en pueblo creando simientes sin padres y pequeñas alas de música.

Quién sabe.




ejercicio sobre la lectura de "La acompañante" de Nina Berberova (1935)

Dispersiones de un viernes


Amanda Cass 


Ha llovido ayer. Hoy no. Quizás esta noche o mañana la lluvia regrese. Alguien corta el pasto aprovechando este día otoñal gris que sirve de intervalo entre las lluvias. Hay el olor al otoño, a la tierra que permanece siempre húmeda ahora, a las hojas que se perfuman al perder turgencia y despedir esa fragancia un poco mentolada.

Se me ocurre preguntarme cómo siempre la escritura me surge a través de la naturaleza y la geografía que me rodea y me contiene más que de la historia de las personas. Por qué a pesar de quedarme viendo a la mujer que ahora cruza en bicicleta por este relato no voy detrás de su pedaleo acompasado y descubro dónde va. Ni me quedo para revelar cómo será su llegada adonde el pedaleo dejará de ser. Cuando ella llegue y se detenga frente a una tranquera pequeña y blanca; con la pintura manchada de tierra que los años han depositado allí en las hendiduras de la madera;  quizás también un poco descascarada la pintura, caída en gajos, o mejor gastada por eso de andar abriendo y cerrando todos los días. Y cerrado el portoncito, empujado por un pie, cruce la mujer caminando mientras empuja la bicicleta, la guíe hasta un porche, la apoye probablemente junto a la columna de ladrillos y el par de perros viejos la rodeen olisqueando sus zapatos y muevan la cola en señal de bienvenida, y ella llave en mano  abra la cerradura y empuje la puerta que chirriará un poco, y la mujer ponga agua en una pava que colocará al fuego de la cocina, descorrerá las cortinitas de la ventana, vaciará el mate de su yerba vieja y se siente a esperar que el agua se caliente y pondrá yerba nueva y por fin tome unos mates calientes y hogareños, esos que todo el día anduvo deseando, y se dé su fin de jornada sintiendo que es una suerte estar en casa y.


Me atrae más la naturaleza. Los cambios de la geografía que suceden con las variaciones de los climas y los días y las noches y las flores y el olor a lluvia y la primavera, el otoño y el comienzo del verano. Y me pregunto qué escribí hasta acá. Y lo sé: prácticamente nada. Como de costumbre.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Mañana quizás , por Katy Herendi


Afuera golpea el viento. Corrés las cortinas para cerrarle el paso a tanta oscuridad mirás lo que te rodea. Pocas cosas: el sillón que te empeñaste en conservar; la alfombra grande. Pensás que sí, que tiene los bordes deshilachados. No, no todos los bordes, dos; los que durante años quedaron más expuestos.Igual, a pesar de las hilachas de los bordes te gusta. Su color verde botella; lo que queda del rojo. Los detalles blancos. Al menos es una alfombra grande y tiene presencia. Hace que los pasos no retumben tanto en la casa casi vacía.
Mookio 
Los caracoles que cuelgan de las ventanas golpetean por el viento furioso. El viento, cerca de la costa del mar no tiene freno. Cuando sopla, sopla.
No te gusta.
Te da miedo este vendaval encabritado. Aunque el fuego del hogar te da todo el calor necesario lo mismo te echás la manta a cuadros sobre los hombros. Y escuchás el viento. El viento y el piano que suena en el equipo. Te asomás a la ventana, tu cara se acerca al frío del vidrio. Se dibuja tu aliento en un círculo perfecto que tu mano borra. Está helado el vidrio; y de todos modos no ves nada afuera, sólo oscuridad.
Qué pensabas, no podés controlar nada aunque mires cada centímetro que el viento corre. Correrá y luego se detendrá cuando deba detenerse. Volvés a cerrar las cortinas. Mirás a tu alrededor. Tenés todo lo que querías tener. Pocas cosas. Sobre todo querías irte lejos dijiste; que ibas a empezar una vida nueva dijiste. Que querías estar sola.
Y te das cuenta de que no sabés cómo. Que tu vida está hecha de pedacitos. Pedacitos de los sucesos que te fueron ocurriendo. Todas las abandonaste. Nada hubo que empezaras y que concluyeras. Ni arquitectura, ni diseño, ni teatro. Ni las empresas que tantas horas de proyecto te llevaron y que estaban descriptas y pensadas hasta en sus mínimos detalles; y que no pasaron de ser eso: proyectos de la nada misma. No fuiste fotógrafa, no fuiste empresaria, no aprendiste nada de lo que te propusiste alguna vez. Qué pensabas, que una mañana cálida te irías a la costa, a vivir a la costa, y que serías feliz caminando descalza entre las pequeñas olas que visitan la playa mientras las gaviotas planearían sobre tus pasos gozosas de tu existencia, y que solo, así, ¿tu destino se abriría espléndido dibujando enormes arco iris a tus tardes de lluvia?
Nunca entró el otoño en tu idea. Menos el invierno. Nunca pensaste que te sentirías sola; tan autosuficiente que eras.
Ahora un viento te desmorona. El viento que lleva y trae objetos te trajo esta soledad hasta tu puerta. Ahora que dejaste de correr te alcanzó tu vida otra vez. Ea, hola, te conozco.

Tomás un té, Apretás la taza con las manos para sentir el calor. Te recostás en el sillón a mirar el fuego y escuchás al hombre que canta con el piano. Un piano, un saxo. La voz de un hombre. Canta en inglés. No tenés idea de lo que dice. Por ahí alguna frase armás. Más o menos. Igual te pone melancólica. No exactamente melancólica sino con un ánimo de fin de fiesta. Algo así; como cuando ya se fueron todos y la música es más suave y te acompaña, las velas agonizan parpadeantes y te sentás en un sillón a tomar un último trago, sin requerimientos. El fin de la fiesta. Un momento agradable que por ahora llegó a su final. Pensás en mañana. Probablemente el viento haya calmado y el día sea radiante. Quizás frío pero limpio, luminoso. Entonces mañana sí: podés levantarte temprano y quizás algo nuevo se te ocurra. 


Katy Herendi 

#cuentos #textosbreves #mujeres #mujeresescritoras 

lunes, 21 de septiembre de 2015

El bote, por Katy Herendi


Tira de la caña de las botas de lluvia, las altas que le cubren hasta las rodillas, las azules tan incómodas; camina unos pasos para acomodar los pies que ahora le parecen entubados. Hasta eso le da claustrofobia, y sale a la lluvia sin pensárselo más. El agua ya ha subido a la isla tanto que le cubre las pantorrillas; de punta a punta lo cubre todo, no se distingue lo que es río de lo que es isla. Todo es río ahora.


Malva anda con cuidado bajo la lluvia pareja dentro del agua, mueve el pie derecho para aliviar el dolor que la bota le produce en el talón. Al menos no hay viento, se dice. Ni relámpagos ni truenos. La correntada es leve pero arrastra; por el lado del río un tronco enganchado gira sobre sí mismo. Malva no se aleja de la casa ni tiene intenciones de hacerlo luego, solamente ha bajado para asegurarse de que los dos botes debajo de la casa estén firmes, bien agarrados para que el agua no se los lleve. Y los bidones atados, que ya flotan. Demasiadas cosas, se dice, un día tengo que tirar todo. Desde ese costado de la casa se ve la bifurcación del río hacia el lado del Paraná. Hasta el verano anterior ella caminaba hasta esa punta de la isla con Bruñido, para ver bajar el sol, todas las tardes, y esperaban hasta que el agua ardía de rojos y naranjas. El viejo Bruñido. El perro se sentaba a ver como si entendiera el esplendor del ocaso. El otro lado del río, el que se pierde bajo la curva extensa de sauces llorones no se puede ver desde ahí, pero aun así Malva lo ve de memoria. Busca en el bolsillo de su pantalón la linterna se agacha un poco, entra en la oscuridad debajo de la casa y mira las ataduras de los botes. No por nada se me vino la idea, se dice. El más viejo de los botes tiene la soga de proa gastada, casi en hilachas. Saca de su bolsillo la Solingen, desengancha la punta del rollo de soga que tiene de reserva. Por el agua de lo que ella calcula como el medio del río pasa Don Chico, lento bajo la lluvia, y si hubiera sol de todos modos lento, el motor desganado y humeante, impregnando el aire de olor al aceite quemado. Don Chico levanta la mano por la costumbre del saludo, aunque no la vea. Vocifera su nombre una vez, Señora Ma-a-alva, y sigue con su motorcito río arriba. Malva quiere responderle pero que va, si debajo de la casa, tapada por los botes ni vale la pena la intención. Ahora que la única persona posible ya ha pasado la soledad de la isla crece, y el recuerdo de Bruñido también. Malva desenrosca un poco más de soga nueva. Bastante, mejor que sobre y no quedarse corta. Pasa el extremo por la argolla que el bote tiene en la punta y lo ata con el nudo aprendido y firme. Deja un buen tramo de soga nueva y recién entonces corta el rollo. Guarda la navaja en el bolsillo de su camisa. Se apresura por el dolor del cuello inclinado tanto rato. El agua casi al borde de sus botas. El bote liberado golpea contra el piso de la casa, Malva lo empuja hacia fuera preguntándose por qué no hizo eso más temprano. En ese tramo, entre el bote el techo la columna y el agua, hay poco espacio para moverse. Todavía debe desatar el otro extremo sin embargo sus pies se entreveran con algunas de las ataduras de los bidones, y por más que intenta zafarse, en apariencia solo logra enredarse peor. Malva sujeta el bote que en su vaivén se le viene encima. Se ríe como para distraer al miedo; enseguida se va a soltar, bidones de mierda. Una mano abierta frena el movimiento continuo del bote a escasa distancia de su cara. Don Chico-o-o grita en silencio. Las manos de Malva buscan a ciegas dentro del agua, una soga, un bidón, dos, cuatro, pero cuántos bidones de mierda hay. Don Chicooo, Bruñido-o-o. Malva recuerda el madero suelto en el agua que gira y gira y gira y gira. Una mano sigue buscando a ciegas dentro de lo denso del agua marrón. Si quizás pudiera quitarse una bota pero son tan altas, o cortar la soga de los bidones; el agua ahora le llega a la cintura, hace un gesto imposible la bota no se quitará dejó de llover. ¿Dejó de llover? Debajo está oscuro ahora; busca la navaja la abre como puede sosteniendo el empujón del bote con el codo y maldice porque la navaja no es más grande y porque para cortar debe agacharse y quizás el agua le tape la cabeza, mete la mano en el agua sostiene la navaja rogándole a quien sabe qué que no se le suelte, con la yema del dedo cerciora que es el lado del filo el que usará para debatirle a la soga y con un movimiento desesperado y rítmico corta. Corta; corta, corta y por fin algo se suelta y su pierna se libera y de inmediato empuja el bote hasta la claridad de la tarde, se aferra a las escaleras y absorbe las lágrimas porque no es momento. Corta el otro extremo de la soga y camina en el agua empujando el bote hasta las dos estacas a metros de la casa, ata una luego la otra con la sensación de haberse liberado de la muerte por esa vez. 

Con el agua todavía a la cintura camina de regreso hasta las escaleras, las sube aferrándose a la baranda y llega hasta la galería cubierta. Mira el bote que ha quedado bien sujeto mientras se descalza de las botas, del agua que tienen las botas. Pisa con los pies helados el barro que ha traído, se zafa de las medias, las arroja a un costado. Se quita los pantalones y entra en lo seco de la casa donde la tibieza la envuelve. Mira a su alrededor; la casa intacta y seca y segura. El gato duerme en el sillón y no, ya no lloverá.




#KatyHerendi #textosbreves #escritorasargentinas #mujeresqueescriben #fragmentos 

jueves, 17 de septiembre de 2015

De cuando Gatúbela

Dariy Tatyana
Cansada de volar alrededor de las ramas bajas del pino que no hacían más que lastimarla,  la bruja bella del bosque se enfrentó a su adversario, el príncipe espantoso de las praderas; ella levantó sin titubeos su varita mágica, y con apenas un ligero movimiento lo transformó… en  perro.
En ganso.
No, no..., ¡mejor en sapo! En uno todo verde y lleno de granos apestosos. 

Casi enseguida la madre del sapo se asomó por la puerta de la cocina y los llamó a merendar. La bruja, cada vez más hermosa, volvió a levantar  su varita,  apuntó hacia la dirección de donde  esa voz desconocida provenía y voló hacia ella sin hacerse esperar. El sapo quiso correr, volar también como la bruja, pero ésta le advirtió: qué hacés nene si vos no podés, los-sapos-no-vuelan-pibe-o-no-lo-sabés.  Entonces el sapo quedó rezagado y demoró un poco en aparecer en la cocina porque ya se sabe que para los sapos las distancias se  hacen mucho más largas que para las brujas que van a todas partes volando. Cuando por fin el sapo, todo verde y lleno de granos apestosos, logró llegar, vio que la bruja  ya estaba sentada y además había devorado una porción del bizcochuelo que la mamá cocinó para los dos, y ya empezaba con una segunda. Dale nene que empieza Batman. Y bueno qué querés si tuve que venir dando saltos. Igual tardaste poquito, la próxima te convierto en gusano.

Por suerte para los dos esa tarde Batman iba a enfrentarse a Gatúbela, así que la bruja y el sapo prestaron especial atención al desarrollo de la historia para después jugarla.

Mirá a Gatúbela. Fijate. Así, igualita, soy yo. El sapo la miró. Después volvió a mirar la pantalla. Un segundo después, con una mano se tapó la boca y con la otra, abierta sobre su estómago, empezó a revolcarse sobre la alfombra a carcajada limpia. La bruja le gritó que era un tarado y le advirtió que muy probablemente mientras durmiera lo iba a transformar en una asquerosa cucaracha. O en aguaviva. O en nada. Y  Batman terminó sin que ellos pudieran enterarse de qué pasaba al final en el  capitulo de esa tarde. La madre del sapo apareció para apagar el televisor y les dijo que se fueran a jugar al jardín otra vez. Que en un rato la mamá de Tomasa vendría a buscarla; que aprovecharan el tiempo. Y que no corrieran como desaforados sino iban a vomitar todo el bizcochuelo.

Vomitar…, pensó Tomasa, y enseguida imaginó a Andrés vomitando incontrolable por toda la casa, por las paredes impecables, manchando las cortinas de voile. La madre gritando que era un inmundo; que por qué no era como Tomasa, tan linda, que no ensucia nada y que además es tan igualita a Gatúbela. Qué. Seguro que vos ni cuenta te diste, ay, qué hijo tan pavote que tengo. Por qué no tendré una hija como Tomasa.

Gatúbela tenía por fin amarrado a Batman; y en su propia baticueva. Ella, la mejor villana: la única que había logrado descubrir sin ayuda de nadie-nadie solo de su enorme ingenio,  el refugio del batitonto, ahora además lo tenía amordazado y atado y… y ahora qué. Ahora que él estaba totalmente a su merced qué más podía hacer. Al final era más divertido ser bruja. Sin dudas era lo que mejor le salía.  Juntó algunas piedritas y se sentó en el cantero de las lavandas. Cuando todo parecía haber llegado a su fin apareció el hermano de Batman, el grandote de veintiuno. Llegó gritando como un loco que venía a rescatar a Batman y se interpuso entre los dos, cosa bastante fácil de lograr teniendo en cuenta que el batibobo estaba atado con una soga y que ella estaba sentada jugando al dinenti al otro lado del jardín. Había suficiente espacio para interponerse entre ambos.
Gatúbela, estás perdida. Ahora sí, Batman, he venido a rescatarte, amigo. Ella lo miró con una ceja levantada y volvió a tirar una piedrita al aire. Qué. ¿Sos Robín? Sí, o es que ya la malvada y bella Gatúbela no reconoce al dúo dinámico en su propia baticueva. Ah, pensó ella, entonces él sí se da cuenta de que soy igual a Gatúbela. Pero igual estaba perdida. Dejó las piedritas del dinenti a un costado; las acomodó para después, y de un salto se puso en pie y los desafió, mientras Robin le quitaba las cuerdas a Batman. ¿Perdida? Jamás. Corrió hacia el otro lado del pino.
Mejor dicho, de la baticomputadora.
De los batitubos.
Ambos paladines de la justicia la tenían acorralada, uno de cada lado. Y avanzaban amenazantes. Cuando estaba casi a punto de caer en las garras de los buenos tomó una dura decisión, correría entre ambos, y si lograba pasar por entre los dos estaría a salvo. Sin embargo, al retroceder para tomar carrera chocó contra algo que no estaba en sus planes; y que antes tampoco estaba, sea lo que fuere, en el jardín. Giró la cabeza y se encontró  con un muro muy alto, cabellos negros, ojos celestes y una voz increíble que le dijo: no tan rápido pequeña Gatúbela, aquí estoy para defenderte. Soy uno de tus gatitos malvados. Y Gatúbela, la pequeña, se enamoró por primera vez.

Para cuando la mamá de Tomasa llegó, ella ya sabía que el chico se llamaba Pedro, que tenía veintidós años, que era compañero de la facultad del hermano de Andrés, y que aunque tuviera doce años más que ella era su novio aunque él no lo supiera todavía. Que era más divertido cuando él era quien la corría, la atrapaba y la levantaba en el aire para hacerla volar de verdad. Eran Peter Pan y Campanita. Antes de irse, y cuánto le costó irse esa tarde de ahí, le preguntó si él volvería alguna vez, y él dijo que probablemente.
Cada mañana de ese verano Tomasa ya estaba lista para ir a casa de su amigo, antes de que la mamá estuviese lista para llevarla y luego correr a la oficina. Ya no más remilgos ni protestas; mejor así, pensó la mamá y prefirió reservar la pregunta del porqué, por las dudas de que eso hiciera cambiar de postura a su pequeña.
Casi todas las tardes Pedro – Peter Pan – el aliado secuaz de turno, aparecía en el momento preciso a rescatarla. Y cuando no, cuando no llegaba, Tomasa sentía que el día era una serie de minutos sin sentido, que los finales de los juegos no eran finales y que Andrés era el chico más aburrido del planeta Tierra; y de los otros planetas también. Que para qué había verano. Y que por qué no llovía,  así al menos miraban novelas como la mamá del sapo que miraba como tres.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Los vecinos de la muñeca de porcelana



Bessie Pease Gutman 



Nos gustaba tanto disfrazarnos que casi habíamos olvidado que vivíamos disfrazadas. Patricia vivía con su abuela, yo con mi tía, y como la casualidad quiso que ambas 
perdiéramos a nuestros padres de pequeñas mucha gente creía que éramos hermanas, incluso muchas veces nosotras. 
Desde la mañana solíamos salir a la calle con ropas que nos quedaban enormes y chancleteando los zapatos que habían pertenecido a nuestras mamás. Luego algún que otro sombrero, y algunos colgantes cuando se nos venía en ganas andar tintineando por ahí; así nos íbamos a jugar a cualquiera de las casas del barrio. Las entradas eran tan 
accesibles que muchas ni siquiera tenían esos portones de madera bajitos que eran casi como un adorno. Las que sí tenían eran simples de abrir o incluso solían estar siempre
abiertas. Nos gustaban las mañanas otoñales con ese olor a recién hechas, apenas con alguna que otra brisa a veces fresca, y con mucho del resto de la tibieza del verano recién ido. Hubo un tiempo breve en que intentamos frecuentar una casa  a la que nos estaba prohibido ir a jugar; por eso nos gustaba más que todas las otras. Pero un día la vieja dueña no estuvo más, y su prohibición se mudó con ella a otra parte. Pocas semanas después se instaló allí una pareja de propietarios nuevos. 
De a poco, de jugar como quien no quiere la cosa en la vereda, un rato después ya pegadas al portón, nos entrometimos en el jardín que tantas ilusiones teníamos por conocer. Como en muchas casas de la época, había conejos, gallinas con pollitos, y canteros ovalados con rosales en flor; más allá, aledaña a la cocina un parral cubría la pérgola blanca. Debajo, y a su sombra grácil, la mesa y  dos largos bancos de material. Si bien desde la vereda la casa daba el aspecto de ser pequeña no lo era en absoluto. Y el jardín apenas insinuado en el frente era un terreno profundo que a nuestro parecer era interminable. 

Ya habíamos notado que éramos observadas desde alguna ventana, y con el afán de que nos permitieran seguir estando en ese lugar,  entre medio de nuestras conversaciones 
entremezclábamos frases tales como, qué casa tan pero tan hermosa, qué jardín tan pero tan increíble, qué gallinas tan pero tan simpáticas y afirmaciones por el estilo. Pasadas las primeras esperas a ser invitadas a abandonar el jardín de nuestros sueños, y como nada de eso -ni nada parecido- ocurrió, nos pareció lo más adecuado pensar que, por el contrario,  éramos bienvenidas. Y en efecto, pocos días más tarde, el hombre  mayor nos pidió , de un modo tan llano como si fuese parte de un diálogo iniciado, que le  acercáramos un canasto que él había dejado  sobre el pasto. Con el canasto apoyado sobre la escalera desde la que seleccionaba algunos racimos de las últimas uvas, dijo que esa tarde haría mermelada con las ciruelas que un amigo le había traído de una isla del Tigre. Patricia y yo nos mirábamos risueñas porque era la primera vez que alguien nos hablaba sin preguntarnos de qué estábamos disfrazadas. Y pensamos que quizás no se habían dado cuenta. Ella me mostraba su sombrero de paja y señalaba el mío y enseguida el de aquel hombre. El hombre, que luego nos diría que se llamaba Manuel, no miró con extrañeza nuestros ropajes ni tampoco nuestros chancleteados tacones. Sí preguntó nuestros nombres y asintió aprobando cada uno. Esa tarde nos convidó con té con leche y un bizcochuelo que dijo que había cocinado Hervé. Pero no vimos a nadie. 

El ciclo de la  escuela ya había comenzado; eso no impedía que fuésemos a jugar a la casa de Manuel. No siempre lo veíamos aunque sabíamos que él estaba porque a veces sucedía algún ruido cotidiano en la cocina, que era lo más cercano al jardín. Y otras tardes él salía y se sentaba en uno de los sillones y leía, o fumaba. O simplemente permanecía sentado mirando las plantas. Una tarde nos mostró una muñeca antigua, dijo que estaba en la casa, en unas cajas viejas que encontró en el sótano cuando Hervé y él se mudaron. Que tenía el bracito quebrado, no creo que se pueda reparar dijo. Y que le haría un vestidito y la pondría de adorno. A los pocos días le dije a Patricia algo sobre la muñeca. Que la quería para mí, que para qué la querría él. Ella solo dijo, claro, para qué. Después no hablamos más sobre la muñeca.

Hubo un momento en el que ya dejamos de ir a cualquier otro jardín que no fuera el de Manuel y Hervé, una tarde justo antes de que nos fuéramos el hombre dijo que Hervé nos había preparado masitas con dulce, así que entramos a la cocina y nos encontramos con la mesa que parecía estar puesta para jugar a las visitas; hasta una vieja tetera inglesa había sido utilizada como florero, y a un costado de cada platito para las tazas de té, dos flores de lavanda atadas con una delicada cinta de raso. Hervé no comprende muy bien nuestro idioma pero hablándole despacio entiende, dijo Manuel. La cortina a cuadrillé que dividía la gran cocina del resto de la casa se hizo a un lado como si una función teatral fuese a dar comienzo e hizo su entrada Hervé. El hombre más alto del planeta, seguro. Y el más negro. Y el de los dientes más blancos y perfectos que hubiésemos visto jamás en nuestras vidas. Su sonrisa dulce  iluminó la cocina, y el rostro de Manuel. El hombre era cocinero de un hotel de renombre en la ciudad. Antes había sido cocinero en un barco, y conocía tantos lugares extraordinarios que a través de la voz de Manuel nos transportó durante muchos días a sitios inimaginables. Nos regaló relatos de tormentas en medio del mar, pintó fragmentos de vida de personajes coloridos inimaginables, fascinantes,  y nos cocinó exquisiteces que nunca habíamos probado.  

Solamente vivieron en esa casa unos meses; Manuel enfermó y Hervé lo cuidó,  día y noche. Nosotras íbamos a visitarlo todos los días, mientras en vano intentábamos jugar a algo, afuera . Hervé había colocado la muñeca en una silla junto a  la cama, para que Manuel la viera, hasta que una mañana temprano Manuel murió. Después en un gesto Hervé nos regaló la muñeca de porcelana, pero nosotras ya no sabíamos tenerla y la enterramos en su jardín.

martes, 15 de septiembre de 2015

Dale permiso al viento para que pase, por Katy Herendi

Después de haber estado sentada toda la mañana junto a la mesa del comedor, escribiendo notas acerca de las tareas que debo realizar, turnos que hay que tomar, llamados que son necesarios -en los que esperaba tomar contacto con una voz humana, pero en las que, sin embargo, solo marqué números: 1 para consultas y musiquita, 3 como siguiente opción y la misma musiquita, 4 para desesperar y no obtener respuestas, hasta que por fin una voz, verdadera, emitida por la garganta de alguien modula palabras; las piensa, las ordena y dice que debo llamar a otro número; éste ya no pertenece-, abandono la silla, estiro un poco las piernas y salgo al jardín. En la casa hace un poco de frío. El clima cambia. El otoño ya está aquí, aunque el sol todavía caliente con el entusiasmo del verano. Pero eso es afuera. Adentro de la casa el otoño se acaba de instalar. Seguramente porque las noches dejaron de ser cálidas y las paredes se enfrían.

Supongo.

Pero en el jardín se huele la inmediatez del mar. El viento suave trae el olor de toda la playa ahora solitaria. Y se mezcla con el de los eucaliptos y el pinar. Hay mucho por hacer todavía, pero es agradable sentarse al sol en el silencio de turistas. Tras el verano el ruido de los autos cesa, las calles de arena vuelven a estar limpias, y durante la noche el viento alisa y empareja los caminos igual que en la playa. Y los dibuja con pequeñas ondas marinas, blandas y frágiles oscilaciones. Este año hubo pocas gaviotas en el cielo de la temporada, ahora todas salen de algún lado y vuelan bajo; planean quietas a escasa altura de la arena; otras se quedan inmóviles como imágenes fotografiadas viendo el horizonte. Salgo del jardín, bajo a la playa; no hay distancia entre una y otra. Son solo pasos. Atravesar la cerca baja, el portón tan bajo como la cerca. En ésta época del año el jardín, la playa, es toda la misma cosa. Y mi madre ha muerto. Si yo fuese turista de esta playa elegiría ésta época para venir a descansar. A descansar. Uno puede pasarse horas sentada con la vista puesta en las olas, a la deriva, o en las espumas que se acumulan justo donde el agua las abandona y que trazan un mapa, un camino de nada. Hasta se puede escuchar cómo las espumas crujen cuando el viento las muerde. Pero la gente, en su mayoría, no busca descansar en el verano sino solamente cambiar un poco el hábitat; llevarse una piel como bronce y nunca pero nunca acallar el ruido de sus cabezas. Hay un pequeño cuaderno en blanco en la casa. Era de ella. Un cuaderno como una miniatura. Ocho por doce centímetros; por ponerle una medida aproximada. En esta época en la playa es normal reencontrarse con caras conocidas. Caras de lugareños que regresan a ocupar sus costumbres, su silencio y su paz, bolsos con mates y libros, o las cañas para ver si hay suerte con la pesca. O los muchachos con sus tablas que avanzan sobre el mar como versiones modernas de Jesús. Y también allí los pescadores. Pero aquí la historia no cambiará; no habrá ninguna revolución religiosa, solo la manifestación de ella. En paz. Bajo esta bóveda celeste y colosal. Hay solo una hoja escrita en el cuaderno. “Quedé mustia, como las plantas de hortensia, después de un día de viento norte, en enero”.

Un niño remonta su barrilete. El llamativo rombo de colores da tumbos en la arena húmeda. Después de varios intentos, de la cara tersa del pequeño que se pasea entre la ilusión, el logro y la frustración, la vocecita ruega, ¡abuelo…!, y el niño que habita en el cuerpo del anciano se incorpora de un salto, al hombre le toma unos segundos más pero lo alcanza, y con un poco de ayuda de tantas manos, el barrilete rojo, azul, naranja y violeta se eleva. Se le da más soga, el niño ríe, aplaude, grita y eso empuja al barrilete; le da fuerza y se eleva y se eleva más. Al fin, el barrilete pavonea sus flecos en lo alto con el vigor de este viento que es vida.  Que refresca, que puede dejar mustias a las flores en enero, que trae algunas promesas. Que seca lágrimas, y sigue.

Y sigue.



Katy Herendi,2015




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lunes, 14 de septiembre de 2015

Poquita cosa

andrzej tylkowski

Garabatear. Escribir así; sin hurgar en lo insondable. Un avión que de pronto irrumpe en el silencio y cruza sobre tu cabeza obligándote a quebrar la rigidez de tu nuca para verlo: las luces encendidas, las ventanillas nítidas. Imaginás el movimiento ahí adentro, allí arriba, tan pero tan alto; a tantos pies de distancia de tu cuaderno.

La tarde huye con su colores desparramados en el ocaso, una pintora que ha volcado sus tintes violáceos y naranjas; el trapo que ha barrido los límites trazados por los óleos.

Todo así.

Todo en silencio otra vez.

¿Y qué fue de este día en tu vida?

Qué más podía esperarse de un día que ha comenzado hace horas, cuando por la ventana descubriste un gorrión muerto en tu patio.
Qué más.

Pereza de los trenes

ilustración: Dery Tatyana 

El óxido de las escalinatas del puente no es por herrumbre, ni por falta de pintura que nunca tuvo; es viejo. Ya era viejo entonces. Y siempre fue de ese color, lo que facilita el recuerdo mientras subo cada peldaño con esa costumbre insufrible de contarlos, siempre, cada vez, hasta que me pregunto para qué diablos cuento todo -cuatro, cinco, seis naranjas; cinco, seis, siete cebollas; dos, tres autos (verdes), trece, catorce quince pájaros, diez, once, doce pasos-, mientras avanzo hasta la mitad del puente, techado con maderas y más hierro, y me detengo obligada por la costumbre, y porque no podría evitar detenerme y luego me acodo sobre la baranda a verificar que las vías siguen perdiéndose allá, en la curva de árboles, y del lado contrario vuelven a perderse también en otra curva de árboles, y constato que primero llega el que yo pienso que va a llegar -rara vez me equivoco- y tontamente me inunda un bienestar inesperado que se disipa rápidamente. Pero para ese entonces ya dejé de ser quien soy y la que se acoda y triunfa es la niña que fui, que todas las tardes de verano cumplía el mismo derrotero hasta la estación. Amaba los trenes; los de madera, con escaleritas trabajadas, de herrería, las ventanillas dobles, una de vidrio la segunda como de persiana de madera. El traqueteo parsimonioso, con cierta pereza de moverse, la iluminación macilenta con un dejo entre amarillo y ocre, cuando se viajaba de noche. Pero más y sobre todo amaba el andén. La niña que fui se quedaba sentada en el andén durante horas, como si le perteneciera; con esa actitud miraba subir y bajar a los pasajeros de los trenes. A veces era con un carácter de benevolencia por permitirles calladamente transitar ese espacio de su propiedad, otras los enfrentaba con la mirada agria repleta de soberbia afectada por tanta impertinencia. Muchas veces abandonaba la estación y subía ella también a alguno de sus trenes. Viajaba hasta la siguiente estación, y ahí se quedaba a esperar como si alguien estuviera por ir a su encuentro. Incluso consultaba el reloj inexistente deslizando un dedo por su puño y enseguida lo ocultaba aferrando su muñeca para que quien sabe Dios quién no descubriera la mentira de su hora inventada.
Esa otra estación carecía de un puente para ella, por el contrario era tan alta que los automóviles pasaban por debajo de las vías atravesando un túnel no muy profundo, que era a su vez un pasadizo para peatones; oscuro y tenebroso al que ella nunca iba. Pero sí abandonaba la estación bajando unas escalinatas angostas, mal diseñadas para un pie adulto, perfecto para los suyos. La escalinata desembocaba en una calle estrecha, tanto que solo podía pasar un automóvil por vez. Esa calle en la esquina hacía una curva muy pronunciada y luego de dos o tres casas otra; así que aunque las casas estaban pegadas unas a otras en una larga seguidilla daba la sensación de que solo había esas dos o tres, porque entre ellas quedaban ocultas; se iban descubriendo a medida que se caminaba la sinuosidad de la calle. Del lado de enfrente, las vías. Antes de las vías el alambrado de protección cubierto de maracuyá. Antes de los maracuyá, árboles de especies variadas, sobre todo pinos y gomeros monstruosos, con sus raíces como colgajos de las ramas altas que crecían sobre sus costados y plantas enormes como orejas de elefante que los vecinos cuidaban, y que se tupían tanto que cada casa parecía poseer su bosque propio con solo cruzar la callecita curva. Y la niña que fui, agradecida por descubrir sitios increíbles, solitarios y al parecer invisibles a los ojos del mundo, jugaba en esos bosques por muchas horas, a veces se adueñaba de algún gato flaco que luego abandonaba con lágrimas y gestos trágicos presumiendo que alguien la estaría mirando desde alguna ventana, y descubriría en ella a una futura actriz dramática de esas que morían maravillosamente en escena; luego se marchaba sin mirar atrás. O bien, regresaba una vez más, corriendo, para abrazar al gato que indefectiblemente abandonaría. Después retornaba a esperar el tren y volvía a su estación como quien regresa al hogar. De inmediato trepaba el puente, verificaba que uno y otro horizonte estuvieran donde estaban, y entonces sí caminaba las cinco cuadras hasta su casa. Cuando su madre volvía también, luego de la larga jornada laboral, la encontraba sentada en la cama, siempre leyendo, y seguramente se sentiría satisfecha de que su niña estuviera a salvo, al abrigo seguro de la casa, mientras ella no estaba.
Siempre que vuelvo a esa estación, la niña que fui toma mi mano de adulta, sostiene su mirada vivaz en la mía melancólica, y mientras sigo acodada en la baranda del puente, empatándome con algún gato abandonado, ella se aleja contoneándose feliz porque no la olvido.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Ninguna duda


Catrin Welz Stein


Sobre las cinco de la tarde todavía restaban un par de horas de sol en el jardín. Se sentó en el piso  junto a una pared; encendió un cigarrillo. Con la brisa el humo se volatizaba de inmediato. Tomó el cuaderno y escribió: Mi vida es una desgracia. Después se quedó viendo las abejas sobre la hilera de lavandas. El cielo celeste insolente de pulcritud. Los árboles con sus verdes escalonados como una paleta de colores, el oleaje naranja de los bulbines prosperados.

Leyó eso que había escrito.


La ligustrina se le antojó algo tierno mullido como estaba. Una cosa fresca para morder o recostarse, si fuera posible sobre algo vertical. El viento lánguido arrastraba algún sonido perdido de autos en la ruta, algo como el sonido que se recuerda del mar, un oleaje intenso y difuso. Y los gatos pasaban de dormitar a la sombra a dormitar al sol, indecisos en la calidez de primavera de esa tarde. Pero según lo escrito su vida era una desgracia. Y así se lo recordaba, insistiendo en repetirlo hasta el cansancio. Hasta que no le quedara ni una sola duda de que  eso era verdad.

martes, 8 de septiembre de 2015

Playa en negro

maja lindberg 


Desde cuándo no para el  viento. Trajo la oscuridad, arrastró lo negro que se acumula en una noche que está durando días. La humedad sostenida en el aire se adhiere a la piel, lo salobre en los labios. Mira uno las olas como quien mira el espectro de una batalla. El zarandeo alterado y bravío de las olas  sacude el muelle y se escurre entre las rocas, tiembla la madera bajo los pies.
Cuándo logrará  derribarlo todo el agua.

No hay cartas desde el frente. No hay ni las habrá.

Su pañuelo se anuda en mi cuello y el viento lo bate, se ensaña con furia para liberarlo. El pañuelo me envuelve, azota mi cara la seda.
El cielo casi negro, tan bajo; quizás me aplaste. De qué materia están formadas las nubes azabaches; de algo como carbón.
Fuego.
Algo que duele.

Se mecen los barcos sumergidos entre las algas sutiles. Bailotean monedas ahí abajo, resucitan y desmayan en las arenas turbias;  revueltas. Quizás hoy te escuche en el viento. O me deje elevar como un barrilete perdido y lastimero hasta el horizonte y descubra el otro lado; el lado desconocido del horizonte. Y quizás vea la nada y resulte que aquellos sí estuvieron en lo cierto. Tal vez encuentre el vacío, o dos elefantes; y probablemente el dragón. Una boca de fuego y lava que espera que te adentres en las aguas flotando como madera.

La noche te tocará y una gaviota te mostrará otro camino. O encuentre el piano flotando en el agua entre tules violetas y gasas.

O tantas cosas.

Narcisos como camalotes. El reflejo de tu sonrisa en la luna.
(La luz sagrada de tus ojos me redimirá.)

lunes, 7 de septiembre de 2015

La señora Julia

Alejandra Karageorgius
Los ojos de la señora Julia se posaron largo tiempo sobre el tulipán rojo. Su mirada recorrió cada milímetro del capullo apenas, apenas abierto,  ligeramente inclinado hacia la derecha. Una raya verde oscuro como una S  estirada sobre un pétalo; el tallo alargado con exageración se perdía hacia abajo. Tres círculos azules, casi tres pompas de jabón, una raya ondulante allí, suelta,  color naranja. Una mariposa, no una mariposa: la silueta de una mariposa en blanco...  
            Los ojos de la señora Julia se detuvieron por largo tiempo sobre el tulipán rojo. Tanto estuvo mirando que ya no miraba  la flor sino algo como antes de la flor, algo que era una nada con fondo de tulipanes. Sus pensamientos flotaban ondulando, un bote vacío en el agua a merced de la marea inmóvil. Mientras tanto el té primorosamente servido, el mantelito de cuadrillé azul con los bordes de encaje, ya no humeaba ni era la infusión reconfortante que había deseado beber poco antes.  Su mirada la llevó del té al tulipán y, recién entonces, la señora Julia puso orden en su pensamiento;  el tulipán estampado, las pequeñas almohadas,  el sillón grande que tenía adelante, al otro lado de la mesa ratona.  Si alguien la hubiese observado, a cierta distancia, en aquel momento, hubiera podido ver el gesto infantil de levantar y bajar los hombros, como quien resta importancia a un hecho. Siempre la tomaba por sorpresa advertir que se confundía en relación a los objetos que la rodeaban a diario. Luego volvía a olvidar estos pequeños hechos.
            Vació la taza en la pileta. Puso agua a calentar. Mientras, miró cómo la lluvia aplastaba las lavandas. Cuando ya no lloviera más y el aire recuperara la tibieza de la  estación las lavandas se volverían a erguir. Siempre era así. Recordó cuánta pena solía provocarle ver a sus plantas cediendo en las tormentas. O era irritación. O ambos sentimientos. Ahora simplemente las miraba volcadas hacia adelante como estaban y sonreía, o estiraba la boca como si sonriera, como quien ve a un niño dar un tropezón sin consecuencias.
            El jardinero había trabajado allí la tarde anterior así que debía  ser jueves. Los jueves iba Lucrecia a hacer la limpieza,  sin embargo no había aparecido;  ni siquiera había llamado para avisar que no  iría. La recordó alta. Baja. No, no era alta. No. Definitivamente. A la señora Julia no le importaba que la chica no apareciera salvo porque estaba antojada de  comer manzanas y precisaba que ella las comprara. Era una buena chica Lucrecia. Pero, ¿sería jueves? Quizás lo mejor fuera salir ella misma hasta la calle y comprar la fruta; y alguna otra cosa.
Al cruzar la puerta el jardinero la saludó con la cordialidad exagerada y reverencial de costumbre. Sin dejar su escoba de hojas se acercó para conversar un poco y  la señora Julia miró con sorpresa el cielo, tan celeste que parecía nuevo. Pero cuándo fue que había dejado de llover, y  cómo es que usted vino hoy de nuevo a trabajar. El hombre respondió que siempre iba los miércoles, señora Julia.
            ¿Y entonces la lluvia...?
          Uf, la verdad.... hace semanas y semanas que no cae una miserable gota. Ojalá lloviera de una buena vez…,  pobres plantas. Y, ¡el campo...!, con lo bien que le vendría un poco de agua. Qué digo un poco. Una buena...
            La señora Julia de pronto necesitaba recostarse. Despertar y  entender. Cada día era una sucesión de madejas más y más difíciles de desenredar.
            ¿Usted conoce a la chica que viene los jueves? ¿Lucrecia, la conoce?
El jardinero levantó las cejas y miró algo en el pasto. Me acuerdo de ella, dijo, pobre. Hace  meses ya. Tan joven. Una pena.
La señora Julia se aferró del brazo del hombre tan fuerte como pudo, que no era tanto. El jardinero soltó su barredora y la ayudó a sentarse en el banco de madera blanca de la galería.
            No me siento nada bien, ¿sabe?


           Un rato más tarde, cuando ella ya estaba recostada mirando lo que alcanzaba a ver del jardín un médico subió a la ambulancia y alguien más se aprestó a cerrar  las puertas del vehículo.  Pero antes de eso, antes de cerrar, hubo gente que se asomó a saludarla. Caras que se empujaban un poco para sonreírle lo que le recordó su boda. Ella le sonrió a la pequeña multitud. Con la mano en alto. Cuando Armando se dé cuenta de que su vestido de verdad tiene los ciento veinte botoncitos... pero qué hermosa fiesta, qué hermosos todos. En la cara de la señora Julia se dibuja cada vez más plena la sonrisa. Y qué reproches le hará su madre que ella se fue sin poder saludarla. Y el ramo con tulipanes, ¿de dónde lo recordaba?

sábado, 5 de septiembre de 2015

Niña de cristal

Aka Louise 

Cada día se volvía un poco más transparente. 

¿Es triste acá?  la voz de la niña era un susurro; se fundía a veces con el sonido del aire entre las ramas. O el canto perdido de pájaros que no alcanzamos  ver. Su mano se acercó a la mía extendida; esperaba sentirla carnosa y tibia como antes sería tibia; ahora no.  Ahora sostenía su mano sin sentirla; mi mano hecha un cuenco para la suya que sin reparos se acomodó dentro, y que yo no podía sentir.

Ella, tan pequeña, había enunciado aquella pregunta frente a la cabaña que yo había alquilado por el fin de semana; la cabaña con forma de L, robusta de madera añeja, construida en un claro rodeado de pinos, de casuarinas que cantaban con el viento,  de liquidámbares rojizos apenas asomado el otoño. Lejos de todo. Caminamos unos pasos sobre la hojarasca que crujía bajo mis pies; solo bajo los míos. Pensé en su pregunta. Respiré ruidosamente con el afán de que ella me imitara, como un juego, pero la niña dijo que estaría bien que yo comiera algo.  Dejé la mochila en la galería junto a la entrada a la casa, y me acerqué a los troncos adonde ella se había sentado. Cantaba. No lograba comprender qué decía y me sobresaltaba ver cómo, cuando el sol se filtraba como rayos dibujados entre las ramas y la iluminaban con un resplandor celestial, ella desaparecía.


No ignoraba que un día simplemente sucedería; iba a desaparecer. Pero mientras tanto ella jugaba, sin querer saber que había muerto, y simulaba que yo  era su madre. 

viernes, 4 de septiembre de 2015

8 - La idea ovillada

Apenas se tiene el germen de una idea, una frase, algo que flota sin forma aún, ahí, en la nebulosa, una imagen vaga, pareciera ser que es de tal fragilidad que cualquier distracción por mínima que fuera la desvanece en el aire. Desaparece sin dejar rastros de cómo y dónde rescatarla. Dónde volver a recoger el ovillo que todavía se desconoce.
 
Sucede cuando uno está cerca de dormirse que alguna imagen, alguna cadena de imágenes comienza a perfilarse en la oscuridad, detrás de nuestros párpados, en el fondo de la retina incluso con la luz mínima como la que le es precisa a un gato para moverse en la noche. Cuando está uno dejándose vencer por la morbidez placentera del sueño, ese dejarse ir sin ofrecer resistencia, solo esperando dormir un buen par de horas hasta la mañana siguiente; en ese lugar, se hace presente la cadena de imágenes, la frase-ovillo, la palabra justa. Pobre de uno cuando hay la promesa firme de recordarla por la mañana; sin ninguna otra cosa más que la resignación la idea se habrá perdido. Habrá ido a engrosar esa burbuja de ideas dilapidadas en espera de que otro las rescate.

A veces las ideas se presentan enredadas, en una bruma confusa, y no se sabe cómo hallar la punta de la madeja.


Hasta que aparece. Y lentamente, con pausas, amorosamente, se trabaja, se dan vuelta los hilos con cuidado, con tiempo, sin apuros; se aparta lo desenmarañado, vemos adónde nos conduce y el enredo se define; se ve con claridad el camino de los nudos, cómo traducir lo que siempre estuvo ahí. 

10 - Otoñar



Ha llovido toda la noche.
Amanece el cielo cubierto y el día carga una belleza donde lo hermoso del jardín no precisa de la luz cegadora del sol. Donde aún tras lo nublado resalta el aire húmedo y casi visible; lo verde es de un verde oscuro profundo y absoluto y los marrones transforman todo en un lugar de otro tiempo. Un sitio que viene desde lejos, quizás de la infancia. Incluso hay el sonido puro; pájaros, muy de vez cuando.  El olor al agua, no solo a la tierra mojada sino también a maderas, hojas, pasto, los caminos de tierra, las zanjas, las copas de los liquidámbar; y el roble viejo.

Quizás en su último otoño el roble.

Esto es lo que tiene el otoño; entristece uno pero también se embriaga de belleza. Adormece un poco el afuera pero va encendiendo la percepción de las cosas. Queda uno observando largamente el cielo, el pasto, el proceso de una planta colocada allí, tan frágil todavía, por nuestras manos; pero la mente va de viaje por otros recuentos. Tal vez plantando dudas esta vez, o recogiendo algunas pocas certezas.

Y quizás empate uno, por primera vez a conciencia, con el entorno; siente uno que también ha comenzado a otoñar; lo percibe el cuerpo.

Y no se quiere eso.   


jueves, 3 de septiembre de 2015

7 - El hombre de California

Pensaba sobre un hombre de California. El hombre destinado a ser el músico de los grandes; aquel cuyo nombre denominaría luego algunas calles, conservatorios y bares. Esa clase de hombre de los que se jactan unos de haber conocido bastante bien;  para refrendarlo desglosan un anecdotario imposible y pretencioso; la noche en la que el hombre los llamó por teléfono para incorporarlos a su banda. Increíble llamada en medio de la noche. Podría haber estado lloviendo; casi seguro que llovía, como llueve en California,  donde todo se vuelve un poco azul porque ni siquiera esa lluvia era un agua torrencial sino algo sostenido y suave, hasta puede que cálida, y quizás pegajosa.

El hombre genio de California; el que con cada una de las notas que daría a luz horadaría la carne como pequeñas gotas de ácido, haría saltar lágrimas de los tímpanos, estrujaría los huesos hasta volverlos cartilaginosos. Todo a su alrededor bruma, como si la bruma emanara de su propio ser solo porque le sentaría bien, porque lo envolvería en un halo de misterio inabordable. Incluso Tony Carsoli podría haber contado cómo aquel encuentro absurdo y casual con el músico trastocaría sus días de otro modo inciertos.
El músico de California era los bares con neblina, las prostitutas bondadosas y tristes; los negros deliciosamente barnizados. El humo azul, el entrechocar de los hielos en los vasos de whisky. Los murmullos, algunas risas, el espejo largo y quizás percudido de la barra. La risotada explosiva a destiempo. El descorche del champagne.
Y el músico ahí, de pronto, en medio del escenario absorbiendo su humanidad entera el haz de luz. Su traje brilla como brilla el instrumento. Todo lo envuelve su don sin estridencias; y la luz blanca. Cae un silencio impenetrable sobre el público; se resignan las charlas, se acallan las voces, las cabeza giran al unísono en dirección a la luz. Hasta el humo se detiene.

Se aguantan las respiraciones.

Entonces la primera nota salta del pentagrama seguida de la segunda la tercera y todos los movimientos cruzan el aire del salón y lo impregnan, se esparcen, rodean como una espiral a los espectadores en un solo irrevocable; luego, la orquesta.
 ¿Qué edad transita uno cuando escucha la música de esta forma?    


Podría haber existido alguien así, en California.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Puntos de vista, por Katy Herendi


Está uno en problemas. Sabe muy bien de qué se trata; se cuenta con todo ese bagaje de información sobre el asunto. Se está en medio del mar: ve uno el agua alrededor, el oleaje por momentos oculta cualquier atisbo de horizonte, quizás alguna gaviota; no mucho más que eso. La desesperación progresiva.

Si a uno lo observan en esa circunstancia desde el aire, digamos un piloto desde un helicóptero, este testigo podría ver el problema en toda su dimensión; en su enorme contexto: un desastre absoluto. Pero difícilmente pueda sentir lo que siente ese punto vivo en el agua; para eso hay que ser el náufrago y estar en el agua: los pies insensibles por el frío, las piernas doloridas, el movimiento incesante e interminable del agua, el agotamiento, el terror a los tiburones; a no ser rescatado jamás. Se duermen los brazos, se duerme uno. Se muere. Tal vez.

Si el asunto lo ve Dios; ve al náufrago, ve el helicóptero, no lo sé.

Él quizás ve demasiados asuntos ya.



Katy Herendi, 2015




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