Latas de
té
Compro té. Me
gusta tener té en mi casa, muchas clases de té. Las guardo en latas que
colecciono, algunas me fueron regaladas. Las latas vienen de lugares que no
conozco, varias son de China. Me gusta
el sonido de la palabra: China. Pronunciándola sola posee la cualidad de algo
incierto.
China.
Hay también cajas de madera para guardar el té, una
grande con el frente forrado en arpillera bordada. Uno abre esa caja y se desprende el aroma sensual de las hebras
ahí estacionadas, en reposo, en espera.
Ofrezco té a quienes sé que gustan de beber esa
infusión. Yo no tomo té, pero me gusta comprarlo.
4- Sobre
pronósticos fallidos
Estaba pronosticada una lluvia intensa para hoy. Por
la manera en la que fue anunciada por la radio, se desataría algo un poco menos
grave que el diluvio universal pero bastante cercano. Recomendaron con
vehemencia no salir de nuestros hogares. Sin embargo, llovió anoche sin
pronostico, fuera de programa, pero hoy parecería que no.
Precisaba que lloviera, que el pronóstico no
volviera a fallar. Anoche me dormí
ansiosa porque pensé que si hoy llovía tendría más tiempo para escribir. Para
pensar en algo sobre qué escribir.
Ya no sé.
Creo haber perdido el encanto por las palabras. Me
gustaban las palabras; no solo leerlas sino pronunciarlas; pausado, dándoles el
peso exacto a cada una de sus letras, observar el sentido en el que se utilizan,
buscarles sinónimos, a veces arrullarlas
unos días hasta que derivaran en otras palabras,
en apariencia lejanas.
Me gustaba escribirlas como un colegial, a mano,
formar una cadena con las letras como si no supiera bien cómo, como si
desconociera cuál sigue o qué palabra resultará al final de la escritura. Seguía
los movimientos del lápiz viendo la manera en que el grafito trazaba sobre una hoja de papel en
blanco esa línea continua hacia arriba, luego hacia abajo, con ondulaciones y
redondeles rayas puntos volteretas, para armar un signo con sentido. Escribía
una palabra porque sí, por el gusto de la palabra nada más, y observaba el modo
en que esa palabra, ahí sola, puesta en el papel sin más condimentos que el
propio significado, me invitaba a un relato.
Palabras sueltas.
Plumero.
Crepúsculo.
Esplendor.
Murmullo.
Palabras sin la letra T, porque la letra T endurece
las palabras. Aunque Monasterio es una palabra interesante a pesar de la t.
Y lo mismo tomate.
De pronto llueve. Miro por la ventana cuando llueve.
La tierra donde el césped aún se demora en
crecer engorda con el agua, y exhala ese
olor agradecido y persistente. El olor que remite a los charcos de la infancia
y a uno le da tristeza sin querer saber por qué.
Me gusta la lluvia con la misma intensidad con la que
temo al viento. Cuando hay viento también me detengo junto a la ventana; y miro
los árboles rogando que no se caigan. Los miro como si con ese único gesto, el
hecho de observarlos con el ceño
fruncido y con los brazos cruzados, pudiera advertirles que no se quiebren; que
ni se les ocurra.
No me gusta el viento fuerte en ningún lado, temo a
los objetos que pueden salir disparando por descuido. Me pone trágica el
viento. Igual que los rayos. No sé qué es peor. Prefiero dormir.
A veces cuando no
sé qué escribir, y eso ahora sucede con frecuencia, me siento afuera en el jardín con el
cuaderno. Lo abro y de todos modos tomo el lápiz como si sí supiera sobre qué
escribir. Y mi mano escribe, pero yo no; como si fuera mi mano la que desea
hacer garabatos sobre el papel, y llenarlo con palabras y luego frases y luego
qué. Qué más quiere esta mano mientras
debo hacer con ella cosas como el planchado. Pero se resiste, y tiene más
fuerza que yo.
Nadie puede acusarme de no haberlo intentado.
5- Mariposa technicolor
Todavía hay flores y están las mariposas; la gata
pequeña no logró devorarlas a todas.
El cielo vuelve a estar tan profusamente celeste que
la silueta del pino se recorta con detalle contra lo celeste azul.
Todo quieto ahora. Todo quieto y sin sonidos como si
el mundo se hubiese puesto en pausa hoy.
Entre tantas mariposas anaranjadas aparece una blanca.
Revolotea sin detenerse; apenas me da el tiempo necesario para estudiar los
dibujos de las alas color tiza, tenues rayas más grises que negras, y un
redondel en las alas superiores. Va de una flor a otra y asciende sobre el
techo hasta que desaparece para no regresar.
La gata no podrá comer esta mariposa blanca. Miro a la
gatita y se lo digo. Ella está absorta ahora en otra cosa; algo entre el pasto,
algo que solo puede ver un gato.
Todo atenta contra mi escritura. Se levanta una por la
mañana y abre las ventanas, observa la oscuridad del afuera que obliga a
encender las luces de la cocina y a la pregunta sobre si es de día o de noche;
si es el sol del otoño que remolonea; o si habrá lluvia. Se atienden los
desayunos y una tiene esa duda: si es demasiado tarde o demasiado temprano; si
es lógico empezar la mañana y que siga siendo tan de noche como anoche.
Me gustaría en el jardín una cabeza olmeca. Algo
rotundo y contundente. Abrir la puerta de atrás y encontrar esa cara plácida y
gris; una cara de piedra con tantos secretos y oscuridades en su pasado.
Mantendríamos interesantes e intensos silencios entre
las dos.
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