Tira de la caña de las botas de lluvia, las altas que le cubren
hasta las rodillas, las azules tan incómodas; camina unos pasos para acomodar
los pies que ahora le parecen entubados. Hasta eso le da claustrofobia, y sale
a la lluvia sin pensárselo más. El agua ya ha subido a la isla tanto que le cubre
las pantorrillas; de punta a punta lo cubre todo, no se distingue lo que es río
de lo que es isla. Todo es río ahora.
Malva anda con cuidado bajo la lluvia pareja dentro del agua,
mueve el pie derecho para aliviar el dolor que la bota le produce en el talón.
Al menos no hay viento, se dice. Ni relámpagos ni truenos. La correntada es
leve pero arrastra; por el lado del río un tronco enganchado gira sobre sí
mismo. Malva no se aleja de la casa ni tiene intenciones de hacerlo luego, solamente
ha bajado para asegurarse de que los dos botes debajo de la casa estén firmes,
bien agarrados para que el agua no se los lleve. Y los bidones atados, que ya
flotan. Demasiadas cosas, se dice, un día tengo que tirar todo. Desde ese
costado de la casa se ve la bifurcación del río hacia el lado del Paraná. Hasta
el verano anterior ella caminaba hasta esa punta de la isla con Bruñido, para
ver bajar el sol, todas las tardes, y esperaban hasta que el agua ardía de
rojos y naranjas. El viejo Bruñido. El perro se sentaba a ver como si
entendiera el esplendor del ocaso. El otro lado del río, el que se pierde bajo
la curva extensa de sauces llorones no se puede ver desde ahí, pero aun así Malva
lo ve de memoria. Busca en el bolsillo de su pantalón la linterna se agacha un
poco, entra en la oscuridad debajo de la casa y mira las ataduras de los botes.
No por nada se me vino la idea, se dice. El más viejo de los botes tiene la
soga de proa gastada, casi en hilachas. Saca de su bolsillo la Solingen, desengancha
la punta del rollo de soga que tiene de reserva. Por el agua de lo que ella
calcula como el medio del río pasa Don Chico, lento bajo la lluvia, y si
hubiera sol de todos modos lento, el motor desganado y humeante, impregnando el
aire de olor al aceite quemado. Don Chico levanta la mano por la costumbre del
saludo, aunque no la vea. Vocifera su nombre una vez, Señora Ma-a-alva, y sigue
con su motorcito río arriba. Malva quiere responderle pero que va, si debajo de
la casa, tapada por los botes ni vale la pena la intención. Ahora que la única
persona posible ya ha pasado la soledad de la isla crece, y el recuerdo de
Bruñido también. Malva desenrosca un poco más de soga nueva. Bastante, mejor
que sobre y no quedarse corta. Pasa el extremo por la argolla que el bote tiene
en la punta y lo ata con el nudo aprendido y firme. Deja un buen tramo de soga nueva
y recién entonces corta el rollo. Guarda la navaja en el bolsillo de su camisa.
Se apresura por el dolor del cuello inclinado tanto rato. El agua casi al borde
de sus botas. El bote liberado golpea contra el piso de la casa, Malva lo empuja
hacia fuera preguntándose por qué no hizo eso más temprano. En ese tramo, entre
el bote el techo la columna y el agua, hay poco espacio para moverse. Todavía
debe desatar el otro extremo sin embargo sus pies se entreveran con algunas de
las ataduras de los bidones, y por más que intenta zafarse, en apariencia solo
logra enredarse peor. Malva sujeta el bote que en su vaivén se le viene encima.
Se ríe como para distraer al miedo; enseguida se va a soltar, bidones de
mierda. Una mano abierta frena el movimiento continuo del bote a escasa distancia
de su cara. Don Chico-o-o grita en silencio. Las manos de Malva buscan a ciegas
dentro del agua, una soga, un bidón, dos, cuatro, pero cuántos bidones de mierda
hay. Don Chicooo, Bruñido-o-o. Malva recuerda el madero suelto en el agua que
gira y gira y gira y gira. Una mano sigue buscando a ciegas dentro de lo denso
del agua marrón. Si quizás pudiera quitarse una bota pero son tan altas, o
cortar la soga de los bidones; el agua ahora le llega a la cintura, hace un
gesto imposible la bota no se quitará dejó de llover. ¿Dejó de llover? Debajo
está oscuro ahora; busca la navaja la abre como puede sosteniendo el empujón
del bote con el codo y maldice porque la navaja no es más grande y porque para
cortar debe agacharse y quizás el agua le tape la cabeza, mete la mano en el
agua sostiene la navaja rogándole a quien sabe qué que no se le suelte, con la
yema del dedo cerciora que es el lado del filo el que usará para debatirle a la
soga y con un movimiento desesperado y rítmico corta. Corta; corta, corta y por
fin algo se suelta y su pierna se libera y de inmediato empuja el bote hasta la
claridad de la tarde, se aferra a las escaleras y absorbe las lágrimas porque
no es momento. Corta el otro extremo de la soga y camina en el agua empujando
el bote hasta las dos estacas a metros de la casa, ata una luego la otra con la
sensación de haberse liberado de la muerte por esa vez.
Con el agua todavía a
la cintura camina de regreso hasta las escaleras, las sube aferrándose a la
baranda y llega hasta la galería cubierta. Mira el bote que ha quedado bien
sujeto mientras se descalza de las botas, del agua que tienen las botas. Pisa
con los pies helados el barro que ha traído, se zafa de las medias, las arroja
a un costado. Se quita los pantalones y entra en lo seco de la casa donde la tibieza
la envuelve. Mira a su alrededor; la casa intacta y seca y segura. El gato
duerme en el sillón y no, ya no lloverá.
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Katy, suspenso hasta el final. Muy bueno, maravillosamente escrito. Gracias!
ResponderBorrarA vos, por tu comentario, Ana! Es gracioso que el sistema te haga aparecer como anónima. Gracias Anita!!
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