Aka Louise |
Es la hora de los aviones; un revuelo que gira en el
cielo gastando tiempo y que esquiva estrellas, otros aviones, hasta que alguien
avisa que es viable tocar tierra.
Y después qué.
Nada. El cielo queda quieto. No queda un solo
rastro que indique algo sobre las
personas que anduvieron por allí arriba girando suspendidas al unísono sin más
que un asiento y kilómetros de aire y neblina debajo de sus humanidades; no
queda nada: como no quedan rastros en el agua cuando se hunde algo; una piedra,
el barco más grande del mundo. Pocos indicios quedan del paso, del haber estado, de las personas por los lugares. No hablo de
las obras grandes sino de esos seres
minúsculos que no tienen obra pero que poseen
el alma; y la capacidad de
encontrar lo prodigioso en tocar con la yema de los dedos la corteza del árbol
herido. Y con eso se quedan durante
días, conservando eso áspero, dulcemente rugoso, posado en la piel.
De eso tampoco se sabe nada, nunca se habla de la caricia a un árbol.
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