miércoles, 2 de septiembre de 2015

2 – De alguna manera más de lo mismo

Aka Louise
Quiero que la casa esté en silencio ahora como está a oscuras, o casi. El jardín no todavía; queda algún resabio de sol, como una dádiva. Todo el día lo pasé saliendo al jardín, pero afuera me quedaba ahí, parada junto a la puerta sin saber qué hacer. No sé sentarme a mirar sin pensar lo que resta. Sentarme feliz a pensar en algo más feliz. El quehacer de todos los días. El qué hacer. Lo ruidoso en tu cabeza, dale que dale, lo obligatorio que no  pide un ápice de creatividad; solo que uno accione. Como una máquina, un elemento utilitario a quien nadie le pregunta después cómo estuvo el día.

Es la hora de los aviones; un revuelo que gira en el cielo gastando tiempo y que esquiva estrellas, otros aviones, hasta que alguien avisa que es viable  tocar  tierra.

Y después qué.


Nada. El cielo queda quieto. No  queda un solo  rastro que indique algo sobre  las personas que anduvieron por allí arriba girando suspendidas al unísono sin más que un asiento y kilómetros de aire y neblina debajo de sus humanidades; no queda nada: como no quedan rastros en el agua cuando se hunde algo; una piedra, el barco más grande del mundo. Pocos indicios quedan  del paso, del haber estado,  de las personas por los lugares. No hablo de las obras grandes sino de esos  seres minúsculos que no tienen obra pero que poseen  el alma; y  la capacidad de encontrar lo prodigioso en tocar con la yema de los dedos la corteza del árbol herido. Y con eso  se quedan durante días, conservando eso áspero, dulcemente rugoso, posado  en la piel.  De eso tampoco se sabe nada, nunca se habla de la caricia a un árbol. 

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