miércoles, 16 de septiembre de 2015

Los vecinos de la muñeca de porcelana



Bessie Pease Gutman 



Nos gustaba tanto disfrazarnos que casi habíamos olvidado que vivíamos disfrazadas. Patricia vivía con su abuela, yo con mi tía, y como la casualidad quiso que ambas 
perdiéramos a nuestros padres de pequeñas mucha gente creía que éramos hermanas, incluso muchas veces nosotras. 
Desde la mañana solíamos salir a la calle con ropas que nos quedaban enormes y chancleteando los zapatos que habían pertenecido a nuestras mamás. Luego algún que otro sombrero, y algunos colgantes cuando se nos venía en ganas andar tintineando por ahí; así nos íbamos a jugar a cualquiera de las casas del barrio. Las entradas eran tan 
accesibles que muchas ni siquiera tenían esos portones de madera bajitos que eran casi como un adorno. Las que sí tenían eran simples de abrir o incluso solían estar siempre
abiertas. Nos gustaban las mañanas otoñales con ese olor a recién hechas, apenas con alguna que otra brisa a veces fresca, y con mucho del resto de la tibieza del verano recién ido. Hubo un tiempo breve en que intentamos frecuentar una casa  a la que nos estaba prohibido ir a jugar; por eso nos gustaba más que todas las otras. Pero un día la vieja dueña no estuvo más, y su prohibición se mudó con ella a otra parte. Pocas semanas después se instaló allí una pareja de propietarios nuevos. 
De a poco, de jugar como quien no quiere la cosa en la vereda, un rato después ya pegadas al portón, nos entrometimos en el jardín que tantas ilusiones teníamos por conocer. Como en muchas casas de la época, había conejos, gallinas con pollitos, y canteros ovalados con rosales en flor; más allá, aledaña a la cocina un parral cubría la pérgola blanca. Debajo, y a su sombra grácil, la mesa y  dos largos bancos de material. Si bien desde la vereda la casa daba el aspecto de ser pequeña no lo era en absoluto. Y el jardín apenas insinuado en el frente era un terreno profundo que a nuestro parecer era interminable. 

Ya habíamos notado que éramos observadas desde alguna ventana, y con el afán de que nos permitieran seguir estando en ese lugar,  entre medio de nuestras conversaciones 
entremezclábamos frases tales como, qué casa tan pero tan hermosa, qué jardín tan pero tan increíble, qué gallinas tan pero tan simpáticas y afirmaciones por el estilo. Pasadas las primeras esperas a ser invitadas a abandonar el jardín de nuestros sueños, y como nada de eso -ni nada parecido- ocurrió, nos pareció lo más adecuado pensar que, por el contrario,  éramos bienvenidas. Y en efecto, pocos días más tarde, el hombre  mayor nos pidió , de un modo tan llano como si fuese parte de un diálogo iniciado, que le  acercáramos un canasto que él había dejado  sobre el pasto. Con el canasto apoyado sobre la escalera desde la que seleccionaba algunos racimos de las últimas uvas, dijo que esa tarde haría mermelada con las ciruelas que un amigo le había traído de una isla del Tigre. Patricia y yo nos mirábamos risueñas porque era la primera vez que alguien nos hablaba sin preguntarnos de qué estábamos disfrazadas. Y pensamos que quizás no se habían dado cuenta. Ella me mostraba su sombrero de paja y señalaba el mío y enseguida el de aquel hombre. El hombre, que luego nos diría que se llamaba Manuel, no miró con extrañeza nuestros ropajes ni tampoco nuestros chancleteados tacones. Sí preguntó nuestros nombres y asintió aprobando cada uno. Esa tarde nos convidó con té con leche y un bizcochuelo que dijo que había cocinado Hervé. Pero no vimos a nadie. 

El ciclo de la  escuela ya había comenzado; eso no impedía que fuésemos a jugar a la casa de Manuel. No siempre lo veíamos aunque sabíamos que él estaba porque a veces sucedía algún ruido cotidiano en la cocina, que era lo más cercano al jardín. Y otras tardes él salía y se sentaba en uno de los sillones y leía, o fumaba. O simplemente permanecía sentado mirando las plantas. Una tarde nos mostró una muñeca antigua, dijo que estaba en la casa, en unas cajas viejas que encontró en el sótano cuando Hervé y él se mudaron. Que tenía el bracito quebrado, no creo que se pueda reparar dijo. Y que le haría un vestidito y la pondría de adorno. A los pocos días le dije a Patricia algo sobre la muñeca. Que la quería para mí, que para qué la querría él. Ella solo dijo, claro, para qué. Después no hablamos más sobre la muñeca.

Hubo un momento en el que ya dejamos de ir a cualquier otro jardín que no fuera el de Manuel y Hervé, una tarde justo antes de que nos fuéramos el hombre dijo que Hervé nos había preparado masitas con dulce, así que entramos a la cocina y nos encontramos con la mesa que parecía estar puesta para jugar a las visitas; hasta una vieja tetera inglesa había sido utilizada como florero, y a un costado de cada platito para las tazas de té, dos flores de lavanda atadas con una delicada cinta de raso. Hervé no comprende muy bien nuestro idioma pero hablándole despacio entiende, dijo Manuel. La cortina a cuadrillé que dividía la gran cocina del resto de la casa se hizo a un lado como si una función teatral fuese a dar comienzo e hizo su entrada Hervé. El hombre más alto del planeta, seguro. Y el más negro. Y el de los dientes más blancos y perfectos que hubiésemos visto jamás en nuestras vidas. Su sonrisa dulce  iluminó la cocina, y el rostro de Manuel. El hombre era cocinero de un hotel de renombre en la ciudad. Antes había sido cocinero en un barco, y conocía tantos lugares extraordinarios que a través de la voz de Manuel nos transportó durante muchos días a sitios inimaginables. Nos regaló relatos de tormentas en medio del mar, pintó fragmentos de vida de personajes coloridos inimaginables, fascinantes,  y nos cocinó exquisiteces que nunca habíamos probado.  

Solamente vivieron en esa casa unos meses; Manuel enfermó y Hervé lo cuidó,  día y noche. Nosotras íbamos a visitarlo todos los días, mientras en vano intentábamos jugar a algo, afuera . Hervé había colocado la muñeca en una silla junto a  la cama, para que Manuel la viera, hasta que una mañana temprano Manuel murió. Después en un gesto Hervé nos regaló la muñeca de porcelana, pero nosotras ya no sabíamos tenerla y la enterramos en su jardín.

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