martes, 15 de septiembre de 2015

Dale permiso al viento para que pase, por Katy Herendi

Después de haber estado sentada toda la mañana junto a la mesa del comedor, escribiendo notas acerca de las tareas que debo realizar, turnos que hay que tomar, llamados que son necesarios -en los que esperaba tomar contacto con una voz humana, pero en las que, sin embargo, solo marqué números: 1 para consultas y musiquita, 3 como siguiente opción y la misma musiquita, 4 para desesperar y no obtener respuestas, hasta que por fin una voz, verdadera, emitida por la garganta de alguien modula palabras; las piensa, las ordena y dice que debo llamar a otro número; éste ya no pertenece-, abandono la silla, estiro un poco las piernas y salgo al jardín. En la casa hace un poco de frío. El clima cambia. El otoño ya está aquí, aunque el sol todavía caliente con el entusiasmo del verano. Pero eso es afuera. Adentro de la casa el otoño se acaba de instalar. Seguramente porque las noches dejaron de ser cálidas y las paredes se enfrían.

Supongo.

Pero en el jardín se huele la inmediatez del mar. El viento suave trae el olor de toda la playa ahora solitaria. Y se mezcla con el de los eucaliptos y el pinar. Hay mucho por hacer todavía, pero es agradable sentarse al sol en el silencio de turistas. Tras el verano el ruido de los autos cesa, las calles de arena vuelven a estar limpias, y durante la noche el viento alisa y empareja los caminos igual que en la playa. Y los dibuja con pequeñas ondas marinas, blandas y frágiles oscilaciones. Este año hubo pocas gaviotas en el cielo de la temporada, ahora todas salen de algún lado y vuelan bajo; planean quietas a escasa altura de la arena; otras se quedan inmóviles como imágenes fotografiadas viendo el horizonte. Salgo del jardín, bajo a la playa; no hay distancia entre una y otra. Son solo pasos. Atravesar la cerca baja, el portón tan bajo como la cerca. En ésta época del año el jardín, la playa, es toda la misma cosa. Y mi madre ha muerto. Si yo fuese turista de esta playa elegiría ésta época para venir a descansar. A descansar. Uno puede pasarse horas sentada con la vista puesta en las olas, a la deriva, o en las espumas que se acumulan justo donde el agua las abandona y que trazan un mapa, un camino de nada. Hasta se puede escuchar cómo las espumas crujen cuando el viento las muerde. Pero la gente, en su mayoría, no busca descansar en el verano sino solamente cambiar un poco el hábitat; llevarse una piel como bronce y nunca pero nunca acallar el ruido de sus cabezas. Hay un pequeño cuaderno en blanco en la casa. Era de ella. Un cuaderno como una miniatura. Ocho por doce centímetros; por ponerle una medida aproximada. En esta época en la playa es normal reencontrarse con caras conocidas. Caras de lugareños que regresan a ocupar sus costumbres, su silencio y su paz, bolsos con mates y libros, o las cañas para ver si hay suerte con la pesca. O los muchachos con sus tablas que avanzan sobre el mar como versiones modernas de Jesús. Y también allí los pescadores. Pero aquí la historia no cambiará; no habrá ninguna revolución religiosa, solo la manifestación de ella. En paz. Bajo esta bóveda celeste y colosal. Hay solo una hoja escrita en el cuaderno. “Quedé mustia, como las plantas de hortensia, después de un día de viento norte, en enero”.

Un niño remonta su barrilete. El llamativo rombo de colores da tumbos en la arena húmeda. Después de varios intentos, de la cara tersa del pequeño que se pasea entre la ilusión, el logro y la frustración, la vocecita ruega, ¡abuelo…!, y el niño que habita en el cuerpo del anciano se incorpora de un salto, al hombre le toma unos segundos más pero lo alcanza, y con un poco de ayuda de tantas manos, el barrilete rojo, azul, naranja y violeta se eleva. Se le da más soga, el niño ríe, aplaude, grita y eso empuja al barrilete; le da fuerza y se eleva y se eleva más. Al fin, el barrilete pavonea sus flecos en lo alto con el vigor de este viento que es vida.  Que refresca, que puede dejar mustias a las flores en enero, que trae algunas promesas. Que seca lágrimas, y sigue.

Y sigue.



Katy Herendi,2015




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