lunes, 7 de septiembre de 2015

La señora Julia

Alejandra Karageorgius
Los ojos de la señora Julia se posaron largo tiempo sobre el tulipán rojo. Su mirada recorrió cada milímetro del capullo apenas, apenas abierto,  ligeramente inclinado hacia la derecha. Una raya verde oscuro como una S  estirada sobre un pétalo; el tallo alargado con exageración se perdía hacia abajo. Tres círculos azules, casi tres pompas de jabón, una raya ondulante allí, suelta,  color naranja. Una mariposa, no una mariposa: la silueta de una mariposa en blanco...  
            Los ojos de la señora Julia se detuvieron por largo tiempo sobre el tulipán rojo. Tanto estuvo mirando que ya no miraba  la flor sino algo como antes de la flor, algo que era una nada con fondo de tulipanes. Sus pensamientos flotaban ondulando, un bote vacío en el agua a merced de la marea inmóvil. Mientras tanto el té primorosamente servido, el mantelito de cuadrillé azul con los bordes de encaje, ya no humeaba ni era la infusión reconfortante que había deseado beber poco antes.  Su mirada la llevó del té al tulipán y, recién entonces, la señora Julia puso orden en su pensamiento;  el tulipán estampado, las pequeñas almohadas,  el sillón grande que tenía adelante, al otro lado de la mesa ratona.  Si alguien la hubiese observado, a cierta distancia, en aquel momento, hubiera podido ver el gesto infantil de levantar y bajar los hombros, como quien resta importancia a un hecho. Siempre la tomaba por sorpresa advertir que se confundía en relación a los objetos que la rodeaban a diario. Luego volvía a olvidar estos pequeños hechos.
            Vació la taza en la pileta. Puso agua a calentar. Mientras, miró cómo la lluvia aplastaba las lavandas. Cuando ya no lloviera más y el aire recuperara la tibieza de la  estación las lavandas se volverían a erguir. Siempre era así. Recordó cuánta pena solía provocarle ver a sus plantas cediendo en las tormentas. O era irritación. O ambos sentimientos. Ahora simplemente las miraba volcadas hacia adelante como estaban y sonreía, o estiraba la boca como si sonriera, como quien ve a un niño dar un tropezón sin consecuencias.
            El jardinero había trabajado allí la tarde anterior así que debía  ser jueves. Los jueves iba Lucrecia a hacer la limpieza,  sin embargo no había aparecido;  ni siquiera había llamado para avisar que no  iría. La recordó alta. Baja. No, no era alta. No. Definitivamente. A la señora Julia no le importaba que la chica no apareciera salvo porque estaba antojada de  comer manzanas y precisaba que ella las comprara. Era una buena chica Lucrecia. Pero, ¿sería jueves? Quizás lo mejor fuera salir ella misma hasta la calle y comprar la fruta; y alguna otra cosa.
Al cruzar la puerta el jardinero la saludó con la cordialidad exagerada y reverencial de costumbre. Sin dejar su escoba de hojas se acercó para conversar un poco y  la señora Julia miró con sorpresa el cielo, tan celeste que parecía nuevo. Pero cuándo fue que había dejado de llover, y  cómo es que usted vino hoy de nuevo a trabajar. El hombre respondió que siempre iba los miércoles, señora Julia.
            ¿Y entonces la lluvia...?
          Uf, la verdad.... hace semanas y semanas que no cae una miserable gota. Ojalá lloviera de una buena vez…,  pobres plantas. Y, ¡el campo...!, con lo bien que le vendría un poco de agua. Qué digo un poco. Una buena...
            La señora Julia de pronto necesitaba recostarse. Despertar y  entender. Cada día era una sucesión de madejas más y más difíciles de desenredar.
            ¿Usted conoce a la chica que viene los jueves? ¿Lucrecia, la conoce?
El jardinero levantó las cejas y miró algo en el pasto. Me acuerdo de ella, dijo, pobre. Hace  meses ya. Tan joven. Una pena.
La señora Julia se aferró del brazo del hombre tan fuerte como pudo, que no era tanto. El jardinero soltó su barredora y la ayudó a sentarse en el banco de madera blanca de la galería.
            No me siento nada bien, ¿sabe?


           Un rato más tarde, cuando ella ya estaba recostada mirando lo que alcanzaba a ver del jardín un médico subió a la ambulancia y alguien más se aprestó a cerrar  las puertas del vehículo.  Pero antes de eso, antes de cerrar, hubo gente que se asomó a saludarla. Caras que se empujaban un poco para sonreírle lo que le recordó su boda. Ella le sonrió a la pequeña multitud. Con la mano en alto. Cuando Armando se dé cuenta de que su vestido de verdad tiene los ciento veinte botoncitos... pero qué hermosa fiesta, qué hermosos todos. En la cara de la señora Julia se dibuja cada vez más plena la sonrisa. Y qué reproches le hará su madre que ella se fue sin poder saludarla. Y el ramo con tulipanes, ¿de dónde lo recordaba?

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