Alejandra Karageorgius |
Los ojos de la
señora Julia se posaron largo tiempo sobre el tulipán rojo. Su mirada recorrió
cada milímetro del capullo apenas, apenas abierto, ligeramente inclinado hacia la derecha. Una
raya verde oscuro como una S estirada
sobre un pétalo; el tallo alargado con exageración se perdía hacia abajo. Tres
círculos azules, casi tres pompas de jabón, una raya ondulante allí,
suelta, color naranja. Una mariposa, no
una mariposa: la silueta de una mariposa en blanco...
Los ojos de la señora Julia se
detuvieron por largo tiempo sobre el tulipán rojo. Tanto estuvo mirando que ya
no miraba la flor sino algo como antes
de la flor, algo que era una nada con fondo de tulipanes. Sus pensamientos
flotaban ondulando, un bote vacío en el agua a merced de la marea inmóvil.
Mientras tanto el té primorosamente servido, el mantelito de cuadrillé azul con
los bordes de encaje, ya no humeaba ni era la infusión reconfortante que había
deseado beber poco antes. Su mirada la
llevó del té al tulipán y, recién entonces, la señora Julia puso orden en su
pensamiento; el tulipán estampado, las
pequeñas almohadas, el sillón grande que
tenía adelante, al otro lado de la mesa ratona.
Si alguien la hubiese observado, a cierta distancia, en aquel momento,
hubiera podido ver el gesto infantil de levantar y bajar los hombros, como
quien resta importancia a un hecho. Siempre la tomaba por sorpresa advertir que
se confundía en relación a los objetos que la rodeaban a diario. Luego volvía a
olvidar estos pequeños hechos.
Vació la taza en la pileta. Puso
agua a calentar. Mientras, miró cómo la lluvia aplastaba las lavandas. Cuando
ya no lloviera más y el aire recuperara la tibieza de la estación las lavandas se volverían a erguir.
Siempre era así. Recordó cuánta pena solía provocarle ver a sus plantas
cediendo en las tormentas. O era irritación. O ambos sentimientos. Ahora
simplemente las miraba volcadas hacia adelante como estaban y sonreía, o
estiraba la boca como si sonriera, como quien ve a un niño dar un tropezón sin
consecuencias.
El jardinero había trabajado allí la
tarde anterior así que debía ser jueves.
Los jueves iba Lucrecia a hacer la limpieza,
sin embargo no había aparecido;
ni siquiera había llamado para avisar que no iría. La recordó alta. Baja. No, no era alta.
No. Definitivamente. A la señora Julia no le importaba que la chica no
apareciera salvo porque estaba antojada de
comer manzanas y precisaba que ella las comprara. Era una buena chica
Lucrecia. Pero, ¿sería jueves? Quizás lo mejor fuera salir ella misma hasta la
calle y comprar la fruta; y alguna otra cosa.
Al
cruzar la puerta el jardinero la saludó con la cordialidad exagerada y
reverencial de costumbre. Sin dejar su escoba de hojas se acercó para conversar
un poco y la señora Julia miró con
sorpresa el cielo, tan celeste que parecía nuevo. Pero cuándo fue que había
dejado de llover, y cómo es que usted
vino hoy de nuevo a trabajar. El hombre respondió que siempre iba los
miércoles, señora Julia.
¿Y entonces la lluvia...?
Uf, la verdad.... hace semanas y
semanas que no cae una miserable gota. Ojalá lloviera de una buena vez…, pobres plantas. Y, ¡el campo...!, con lo bien
que le vendría un poco de agua. Qué digo un poco. Una buena...
La señora Julia de pronto necesitaba
recostarse. Despertar y entender. Cada
día era una sucesión de madejas más y más difíciles de desenredar.
¿Usted conoce a la chica que viene
los jueves? ¿Lucrecia, la conoce?
El jardinero
levantó las cejas y miró algo en el pasto. Me acuerdo de ella, dijo, pobre. Hace meses ya. Tan joven. Una pena.
La
señora Julia se aferró del brazo del hombre tan fuerte como pudo, que no era
tanto. El jardinero soltó su barredora y la ayudó a sentarse en el banco de
madera blanca de la galería.
No me siento nada bien, ¿sabe?
Un rato más tarde, cuando ella ya
estaba recostada mirando lo que alcanzaba a ver del jardín un médico subió a la
ambulancia y alguien más se aprestó a cerrar
las puertas del vehículo. Pero
antes de eso, antes de cerrar, hubo gente que se asomó a saludarla. Caras que
se empujaban un poco para sonreírle lo que le recordó su boda. Ella le sonrió a
la pequeña multitud. Con la mano en alto. Cuando Armando se dé cuenta de que su
vestido de verdad tiene los ciento veinte botoncitos... pero qué hermosa
fiesta, qué hermosos todos. En la cara de la señora Julia se dibuja cada vez
más plena la sonrisa. Y qué reproches le hará su madre que ella se fue sin
poder saludarla. Y el ramo con tulipanes, ¿de dónde lo recordaba?
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