lunes, 14 de septiembre de 2015

Pereza de los trenes

ilustración: Dery Tatyana 

El óxido de las escalinatas del puente no es por herrumbre, ni por falta de pintura que nunca tuvo; es viejo. Ya era viejo entonces. Y siempre fue de ese color, lo que facilita el recuerdo mientras subo cada peldaño con esa costumbre insufrible de contarlos, siempre, cada vez, hasta que me pregunto para qué diablos cuento todo -cuatro, cinco, seis naranjas; cinco, seis, siete cebollas; dos, tres autos (verdes), trece, catorce quince pájaros, diez, once, doce pasos-, mientras avanzo hasta la mitad del puente, techado con maderas y más hierro, y me detengo obligada por la costumbre, y porque no podría evitar detenerme y luego me acodo sobre la baranda a verificar que las vías siguen perdiéndose allá, en la curva de árboles, y del lado contrario vuelven a perderse también en otra curva de árboles, y constato que primero llega el que yo pienso que va a llegar -rara vez me equivoco- y tontamente me inunda un bienestar inesperado que se disipa rápidamente. Pero para ese entonces ya dejé de ser quien soy y la que se acoda y triunfa es la niña que fui, que todas las tardes de verano cumplía el mismo derrotero hasta la estación. Amaba los trenes; los de madera, con escaleritas trabajadas, de herrería, las ventanillas dobles, una de vidrio la segunda como de persiana de madera. El traqueteo parsimonioso, con cierta pereza de moverse, la iluminación macilenta con un dejo entre amarillo y ocre, cuando se viajaba de noche. Pero más y sobre todo amaba el andén. La niña que fui se quedaba sentada en el andén durante horas, como si le perteneciera; con esa actitud miraba subir y bajar a los pasajeros de los trenes. A veces era con un carácter de benevolencia por permitirles calladamente transitar ese espacio de su propiedad, otras los enfrentaba con la mirada agria repleta de soberbia afectada por tanta impertinencia. Muchas veces abandonaba la estación y subía ella también a alguno de sus trenes. Viajaba hasta la siguiente estación, y ahí se quedaba a esperar como si alguien estuviera por ir a su encuentro. Incluso consultaba el reloj inexistente deslizando un dedo por su puño y enseguida lo ocultaba aferrando su muñeca para que quien sabe Dios quién no descubriera la mentira de su hora inventada.
Esa otra estación carecía de un puente para ella, por el contrario era tan alta que los automóviles pasaban por debajo de las vías atravesando un túnel no muy profundo, que era a su vez un pasadizo para peatones; oscuro y tenebroso al que ella nunca iba. Pero sí abandonaba la estación bajando unas escalinatas angostas, mal diseñadas para un pie adulto, perfecto para los suyos. La escalinata desembocaba en una calle estrecha, tanto que solo podía pasar un automóvil por vez. Esa calle en la esquina hacía una curva muy pronunciada y luego de dos o tres casas otra; así que aunque las casas estaban pegadas unas a otras en una larga seguidilla daba la sensación de que solo había esas dos o tres, porque entre ellas quedaban ocultas; se iban descubriendo a medida que se caminaba la sinuosidad de la calle. Del lado de enfrente, las vías. Antes de las vías el alambrado de protección cubierto de maracuyá. Antes de los maracuyá, árboles de especies variadas, sobre todo pinos y gomeros monstruosos, con sus raíces como colgajos de las ramas altas que crecían sobre sus costados y plantas enormes como orejas de elefante que los vecinos cuidaban, y que se tupían tanto que cada casa parecía poseer su bosque propio con solo cruzar la callecita curva. Y la niña que fui, agradecida por descubrir sitios increíbles, solitarios y al parecer invisibles a los ojos del mundo, jugaba en esos bosques por muchas horas, a veces se adueñaba de algún gato flaco que luego abandonaba con lágrimas y gestos trágicos presumiendo que alguien la estaría mirando desde alguna ventana, y descubriría en ella a una futura actriz dramática de esas que morían maravillosamente en escena; luego se marchaba sin mirar atrás. O bien, regresaba una vez más, corriendo, para abrazar al gato que indefectiblemente abandonaría. Después retornaba a esperar el tren y volvía a su estación como quien regresa al hogar. De inmediato trepaba el puente, verificaba que uno y otro horizonte estuvieran donde estaban, y entonces sí caminaba las cinco cuadras hasta su casa. Cuando su madre volvía también, luego de la larga jornada laboral, la encontraba sentada en la cama, siempre leyendo, y seguramente se sentiría satisfecha de que su niña estuviera a salvo, al abrigo seguro de la casa, mientras ella no estaba.
Siempre que vuelvo a esa estación, la niña que fui toma mi mano de adulta, sostiene su mirada vivaz en la mía melancólica, y mientras sigo acodada en la baranda del puente, empatándome con algún gato abandonado, ella se aleja contoneándose feliz porque no la olvido.

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