Ha llovido toda la noche.
Amanece el cielo cubierto y el día carga una belleza
donde lo hermoso del jardín no precisa de la luz cegadora del sol. Donde aún
tras lo nublado resalta el aire húmedo y casi visible; lo verde es de un verde
oscuro profundo y absoluto y los marrones transforman todo en un lugar de otro
tiempo. Un sitio que viene desde lejos, quizás de la infancia. Incluso hay el
sonido puro; pájaros, muy de vez cuando.
El olor al agua, no solo a la tierra mojada sino también a maderas,
hojas, pasto, los caminos de tierra, las zanjas, las copas de los liquidámbar;
y el roble viejo.
Quizás en su último otoño el roble.
Esto es lo que tiene el otoño; entristece uno pero
también se embriaga de belleza. Adormece un poco el afuera pero va encendiendo
la percepción de las cosas. Queda uno observando largamente el cielo, el pasto,
el proceso de una planta colocada allí, tan frágil todavía, por nuestras manos;
pero la mente va de viaje por otros recuentos. Tal vez plantando dudas esta
vez, o recogiendo algunas pocas certezas.
Y quizás empate uno, por primera vez a conciencia, con
el entorno; siente uno que también ha comenzado a otoñar; lo percibe el cuerpo.
Y no se quiere eso.
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