miércoles, 30 de septiembre de 2015

Malvones, por Katy Herendi (primera versión)

A esta hora tal vez ya ni importe. Nada va a recuperarse. Ahora da igual. Si ella viera lo mismo que estoy mirando; y hubiese visto ayer. No solamente las macetas, todas las plantas: las calas del rincón, las begonias, la albahaca; todas las otras plantas; como si hubiesen estado esperando su mejor momento para que unas pocas horas de helada echaran a perder las cosas, de esta manera. Como si un pequeño incendio hubiese sucedido en algunas, tan chamuscadas quedaron; o como si una mala noticia se hubiese difundido en aquellas y entonces tan solo se dejaron morir. Lo peor. Y no hay remedio. No es como en el verano. En el verano algo siempre se puede reparar. Y ahora ella va a machacar con lo del descuido. Que me lo dijo cuántas veces. Que para qué habla. Al viento le hablo, va a decir. Si cruzo el jardín voy a mojar con los zapatos la vereda.
Caroline Lord 
Ella algo va a decir.
Si no bajo la vereda, si no camino sobre el pasto, seguro reclamará que ni siquiera me acerco a ver las plantas. Por qué no busco la escalera y arrojo todas las macetas al terreno baldío. Podríamos llorar juntas por el final incierto de las plantas y maldecir al desgraciado que se atrevió a llevárselas. Pero no hago nada. Nada de todo lo que imagino. Y ni tampoco bajo la vereda.

Es una linda mañana; en cualquier momento sus pies arrastrarán las chinelas hasta la cocina, de ahí a la puerta que da al jardín. Dirá que hace frío; y que ya puede desayunar. Se sentará a la mesa y buscará los lentes. Tomará sus pastillitas preparadas en el último platito que queda del juego de porcelana inglesa, el que más recuerdos le trae y que merecen siempre el mismo comentario. Todo lo que coloco en la mesa ella lo acomoda un poco más. Un poco más derecho, un poco más centrado, un poco más cerca. La azucarera es desplazada hacia un lado con un giro, como si patinara sobre hielo, y vuelve adonde la dejé. A veces pienso que lo hace para sentir que ella también puso la mesa.

Me siento a tomar café mientras la acompaño en su desayuno. Siempre me ofrece sus tostadas. Y siempre le digo que ya desayuné. Todos los días es la misma conversación. Casi, casi con los mismos gestos, los silencios y hasta los mismos sonidos: cucharita, plato cuchillo. El crujido del pan.
La cocina no huele igual cuando la que desayuna es ella. Las tostadas, el limón de su té y hasta la mermelada de frutillas parecen oler a algo que ya es pasado. La miro comer; mastica lento, vuelve a ofrecerme. Le digo que no con la cabeza. Las plantas se helaron. Sigo mirando cómo desayuna. ¿Los malvones también? Los malvones no.  Sus manos blancas, acordonadas y un poco inseguras, acomodan esta vez los platos vacíos, la ayudo a levantarse. Despacio. Escucho el avance de sus chinelas llevándola hasta el sillón. En la ventana está el gato blanco. Ella toca el vidrio con el índice; la falange un poco desviada; el gato la mira. Ella dormita un poco en su sillón, el que tiene almohadones y la manta que le gusta. Mientras termino de levantar la mesa, la escucho: Si hay malvones, todavía hay jardín. Quizás hubiese preferido que se enojara un poco. El próximo invierno voy a ser más cuidadosa, pero ¡cuánto falta para el próximo invierno!


Katy Herendi


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