lunes, 21 de septiembre de 2015

El bote, por Katy Herendi


Tira de la caña de las botas de lluvia, las altas que le cubren hasta las rodillas, las azules tan incómodas; camina unos pasos para acomodar los pies que ahora le parecen entubados. Hasta eso le da claustrofobia, y sale a la lluvia sin pensárselo más. El agua ya ha subido a la isla tanto que le cubre las pantorrillas; de punta a punta lo cubre todo, no se distingue lo que es río de lo que es isla. Todo es río ahora.


Malva anda con cuidado bajo la lluvia pareja dentro del agua, mueve el pie derecho para aliviar el dolor que la bota le produce en el talón. Al menos no hay viento, se dice. Ni relámpagos ni truenos. La correntada es leve pero arrastra; por el lado del río un tronco enganchado gira sobre sí mismo. Malva no se aleja de la casa ni tiene intenciones de hacerlo luego, solamente ha bajado para asegurarse de que los dos botes debajo de la casa estén firmes, bien agarrados para que el agua no se los lleve. Y los bidones atados, que ya flotan. Demasiadas cosas, se dice, un día tengo que tirar todo. Desde ese costado de la casa se ve la bifurcación del río hacia el lado del Paraná. Hasta el verano anterior ella caminaba hasta esa punta de la isla con Bruñido, para ver bajar el sol, todas las tardes, y esperaban hasta que el agua ardía de rojos y naranjas. El viejo Bruñido. El perro se sentaba a ver como si entendiera el esplendor del ocaso. El otro lado del río, el que se pierde bajo la curva extensa de sauces llorones no se puede ver desde ahí, pero aun así Malva lo ve de memoria. Busca en el bolsillo de su pantalón la linterna se agacha un poco, entra en la oscuridad debajo de la casa y mira las ataduras de los botes. No por nada se me vino la idea, se dice. El más viejo de los botes tiene la soga de proa gastada, casi en hilachas. Saca de su bolsillo la Solingen, desengancha la punta del rollo de soga que tiene de reserva. Por el agua de lo que ella calcula como el medio del río pasa Don Chico, lento bajo la lluvia, y si hubiera sol de todos modos lento, el motor desganado y humeante, impregnando el aire de olor al aceite quemado. Don Chico levanta la mano por la costumbre del saludo, aunque no la vea. Vocifera su nombre una vez, Señora Ma-a-alva, y sigue con su motorcito río arriba. Malva quiere responderle pero que va, si debajo de la casa, tapada por los botes ni vale la pena la intención. Ahora que la única persona posible ya ha pasado la soledad de la isla crece, y el recuerdo de Bruñido también. Malva desenrosca un poco más de soga nueva. Bastante, mejor que sobre y no quedarse corta. Pasa el extremo por la argolla que el bote tiene en la punta y lo ata con el nudo aprendido y firme. Deja un buen tramo de soga nueva y recién entonces corta el rollo. Guarda la navaja en el bolsillo de su camisa. Se apresura por el dolor del cuello inclinado tanto rato. El agua casi al borde de sus botas. El bote liberado golpea contra el piso de la casa, Malva lo empuja hacia fuera preguntándose por qué no hizo eso más temprano. En ese tramo, entre el bote el techo la columna y el agua, hay poco espacio para moverse. Todavía debe desatar el otro extremo sin embargo sus pies se entreveran con algunas de las ataduras de los bidones, y por más que intenta zafarse, en apariencia solo logra enredarse peor. Malva sujeta el bote que en su vaivén se le viene encima. Se ríe como para distraer al miedo; enseguida se va a soltar, bidones de mierda. Una mano abierta frena el movimiento continuo del bote a escasa distancia de su cara. Don Chico-o-o grita en silencio. Las manos de Malva buscan a ciegas dentro del agua, una soga, un bidón, dos, cuatro, pero cuántos bidones de mierda hay. Don Chicooo, Bruñido-o-o. Malva recuerda el madero suelto en el agua que gira y gira y gira y gira. Una mano sigue buscando a ciegas dentro de lo denso del agua marrón. Si quizás pudiera quitarse una bota pero son tan altas, o cortar la soga de los bidones; el agua ahora le llega a la cintura, hace un gesto imposible la bota no se quitará dejó de llover. ¿Dejó de llover? Debajo está oscuro ahora; busca la navaja la abre como puede sosteniendo el empujón del bote con el codo y maldice porque la navaja no es más grande y porque para cortar debe agacharse y quizás el agua le tape la cabeza, mete la mano en el agua sostiene la navaja rogándole a quien sabe qué que no se le suelte, con la yema del dedo cerciora que es el lado del filo el que usará para debatirle a la soga y con un movimiento desesperado y rítmico corta. Corta; corta, corta y por fin algo se suelta y su pierna se libera y de inmediato empuja el bote hasta la claridad de la tarde, se aferra a las escaleras y absorbe las lágrimas porque no es momento. Corta el otro extremo de la soga y camina en el agua empujando el bote hasta las dos estacas a metros de la casa, ata una luego la otra con la sensación de haberse liberado de la muerte por esa vez. 

Con el agua todavía a la cintura camina de regreso hasta las escaleras, las sube aferrándose a la baranda y llega hasta la galería cubierta. Mira el bote que ha quedado bien sujeto mientras se descalza de las botas, del agua que tienen las botas. Pisa con los pies helados el barro que ha traído, se zafa de las medias, las arroja a un costado. Se quita los pantalones y entra en lo seco de la casa donde la tibieza la envuelve. Mira a su alrededor; la casa intacta y seca y segura. El gato duerme en el sillón y no, ya no lloverá.




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2 comentarios:

  1. Katy, suspenso hasta el final. Muy bueno, maravillosamente escrito. Gracias!

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    1. A vos, por tu comentario, Ana! Es gracioso que el sistema te haga aparecer como anónima. Gracias Anita!!

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