martes, 22 de diciembre de 2015

Feliz Navidad


¡¡¡Muchas Felicidades en esta Fiestas!!! 



 Que en el silencio de esta Noche


Nuestra alma escuche la voz de los Ángeles:


"Les traigo una buena noticia,


les ha nacido el Salvador".


Que hoy todos los hombres salgamos a buscar al Niño Dios sabiendo que esta en el pesebre.


No tengamos miedo a entrar en la cueva huele a oveja,


huele a Pastor, Huele a amor.


Que este olor inunde el mundo, que no haya mas olor a guerra,


que en el mundo no haya mas olor a odio.


Que por esta noche al menos,


el mundo se parezca a una gran familia.


Que ningún niño llore de hambre,


que ningún anciano viva el abandono..


Que nuestros seres queridos ausentes


tengan un lugar en la mesa.


Que todos los hombres tengan un hogar


donde compartir el amor.


Que los que están en el cielo


compartan con nosotros esta Noche.


Que Jesús se quede en nuestro corazón para que siempre sea Navidad.





(Fuente: Oración del Padre Tomás LLorente).


miércoles, 16 de diciembre de 2015

Ocuparse

 
Toco los objetos que fueron de mi madre. Mi madre que falleció hace un año. Todo lo guardaba -en carpetas, en cajitas forradas por ella aprovechando incluso las que traían los saquitos del té que le gustaba, en cajas de plástico grandes con tapa, en las latas decoradas de las masitas de manteca, en fin, era una guardadora profesional. Y no lo digo con dobles intenciones, sino por el contrario, es con el ánimo de decir que todo le resultaba útil, interesante, importante, imprescindible, imposible de ser desechado. Por eso ella siempre decía que estaba ordenando. Y es que así era, en verdad ordenaba. Y ahora en cada caja, en cada carpeta, en cada cajón que abro resulta que me recibe no solo su perfume -que increíblemente está impregnado en todo, incluso en los papeles y los muebles-, sino que descubro cuántas cosas requerían de su atención. Los temas diversos. En cuántos coincidíamos sin saberlo, cuántas cosas más hubiésemos podido compartir.
En la penumbra de su casa, con las ventanas abiertas y la brisa recorriendo los ambientes, encuentro a mi madre en todo. Siento su presencia, me sorprendo con artículos que de pronto salen como a mis manos, y que son algunos temas en los que precisamente yo estoy poniendo mi atención ahora. Como si ella me advirtiera que allí están, puestos para mí, con la generosidad que siempre tuvo para facilitarme aquellas cosas que sabía que me interesaban. No solo a mi, sino a todos quienes la rodearan.
Descubro en esta limpieza obligatoria, y lo suficientemente minuciosa como para no desechar nada de valor, a una mamá que no sabía que tenía. Y que lamento tanto no haber descubierto en tantos años que compartimos.

jueves, 10 de diciembre de 2015

sobre Wabi Sabi

 “ aflojar el paso, ser paciente, y mirar muy de cerca.”

del libro: Wabi Sabi. Para Artistas, Diseñadores, Poetas y Filósofos

miércoles, 2 de diciembre de 2015

En la plaza


Ella lo espera todas las tardes; en la plaza. Da lo mismo si llueve, graniza o el calor tórrido y aplastante del verano amedrenta a las personas que buscan el resguardo de un techo, o el fresco de paredes en penumbra. Ella espera. De memoria conoce el horario de su tren. No tiene dudas de que lo va a ver descender las dos escalinatas como si se hubiera equivocado de estación, con ese gesto de sorpresa, los ceños formando el frunce ya casi permanente, como si alguien acabara de hacerle la pregunta del millón en finlandés. Que avanzará sobre los mismos ladrillos empujado por sus zapatos, un poco ajados pero brillosos a fuerza de la lustrada obsesiva, y que con su andar pausado y solitario va a cruzar toda la plaza sin mirarla ni una sola vez.
En vano ella busca lograr su atención; él no parece advertir su presencia. Durante el resto del día, de todos los días, ella se deja arrastrar por los sueños más disímiles. Imagina cosas simples como que una tarde él bajará del tren con una sonrisa, estirará una mano hasta alcanzar la suya y entonces no será necesario agregar palabras ni gestos ni nada, a la nada ya dicha. La llevaría a su casa, quizás hasta pudiera calentar agua para ofrecerle un té de jazmín, y luego, luego sólo vivirían el uno para el otro. Está segura de que, con los tiempos que corren, toda esa fascinación suya linda precariamente con la cursilería de otros tiempos. Pero como no hay cosa tan privada como un sueño, y como tampoco tiene nada mejor que hacer, esos pensamientos de autocensura se evanescen pronto. 

Hubo muchos días, como el de esta tarde. El sol iluminando rincones oscuros en los arbustos del parque, formando diminutos arco iris en los chorros de la fuente de agua, creando haces de luz entre las ramas altas de las palmeras, y las palomas…, bueno, las palomas siempre revoloteándole alrededor. Ya. Pero si parecen ensañadas. Se le posan en la cabeza, en los brazos y lo que es peor se quedan sobre sus hombros. ¡Qué no soy un mirador, caramba! Pero las palomas, por más que ella haga esas sacudiditas imperceptibles no le hacen caso a sus protestas y le arrullan con ternura al oído. Y como de costumbre ella sonríe porque cuando él pasa ellas se van. 

A ella le encanta estar en plaza porque puede observar los juegos de los niños y escuchar sus diálogos tiernos y esas risitas comestibles. A veces participa de sus juegos: ella sabe cómo ocultarlos detrás de sí para que los otros no los descubran mientras dura el escondite, y nunca le molesta que dejen huellas de chocolate en su vestido. Muchas veces se sorprende a si misma soñando con una familia grande y bulliciosa; imagina cómo sería una mañana, la cocina impregnada del olor crujiente a pan tostado; y una docena de bocas llenas de algarabías infantiles; de cuentos a la hora de dormir, y canciones de cuna. Desea una familia. Con él, que ni la ve. 

Pero la plaza le concede otras alegrías. Como aquella, semanas atrás, el acto había convocado a la gente del barrio. Los vecinos la habían rodeado. Nada menos que a ella. La banda de músicos sembró ritmos que duraron en el aire durante horas. Cuando ya anochecía, y en la plaza sólo quedaban algunas guirnaldas y un globo solitario bailoteaba enganchado de un cable de luz, ella descubrió el enorme ramo de flores que alguien había puesto en sus manos y que le daba algo de brillo a su piel de mármol.

Las 18.47. El tren se detiene puntual en la estación. Enseguida lo ve. Él cruzará las vías para caminar hacia ella como siempre. Quizás esta vez se digne a mirarla. En sus manos trae una caja. Una caja mediana envuelta para regalo con un papel crujiente y rojo, y un gran ramo de rosas blancas. Ella no sabe si reír o llorar, el corazón le late, o ella cree que sí, está segura de que su corazón late con fuerza. Es una sensación extraordinaria. Él no se ha detenido, avanza .
De repente ella se pregunta si no es un poco arriesgado por parte de él traer flores y bombones -que ella no come- si ni siquiera cruzaron nunca un saludo. Pero bueno, a ver, ahora no es momento de recular. Él deposita los presentes a su lado –es ahora…, ahora me va hablar-. Él se inclina y ata el cordón de uno de sus zapatos nuevos. Una vez sujeto el cordón se incorpora y toma sus paquetes, sin pronunciar palabra. 
Ella aguarda tranquila, ya esperó tanto. Se dice para sus adentros, que él estará buceando entre miles de palabras para encontrar las adecuadas. Una paloma blanca vuela alrededor. Él enciende un cigarrillo, da cuatro pasos, gira y vuelve sobre sus huellas. Consulta su reloj. Flexiona las rodillas para sentarse en el banco y en ese instante la descubre, por primera vez. Única, irrepetible vez. Levanta los ojos, mira los suyos, y se sonríe. Escucha lo que le murmura: La hora que es… ¿no? Y en el preciso segundo de este día delicioso otra voz responde en su lugar.
Disculpame, se me hizo tarde en la oficina. ¿Hace mucho que me esperás?
Toda la vida dice él y le entrega los obsequios.
La chica se ríe, le dice que es un cursi y le estampa un beso. 

Ella los ve alejarse en medio de algo, una especie de halo, algo que será lo que llaman alegría. O amor. Puede ser eso. El amor. Y algo nuevo, una tibieza en forma de gota se anida en la comisura de sus ojos. ¿Por qué? Y la pregunta se repite durante una década entera. Por qué será, se dice por fin, que de las estatuas nadie se enamora. 
Y una paloma se posa sobre su cabeza, otra vez.

Katy Herendi 

de Jacques

Vladimir Hudobko 
Echó café
en la taza.
Echó leche
en la taza de café.
Echó azúcar
en el café con leche.
Con la cucharilla
lo revolvió.
Bebió el café con leche.
Dejó la taza
sin hablarme.
Encendió un cigarrillo.
Hizo anillos
de humo.
Volcó la ceniza
en el cenicero
sin hablarme.
Sin mirarme
se puso de pie.
Se puso
el sombrero.
Se puso
el impermeable
porque llovía.
se marchó
bajo la lluvia.
Sin decir palabra.
Sin mirarme.
Y me cubrí
la cara con las manos.
Y lloré.

Jacques Prévert, Desayuno

Arte: Vladimir Hudobko

de Wislawa


Se cruzaron como dos desconocidos,
sin gestos ni palabras,
ella de camino a la tienda
él de camino hacia el coche.
Quizá entre la consternación,
o el desconcierto,
o la inadvertencia,
de que por un breve instante
se amaron para siempre.


No hay sin embargo garantía
de que fueran ellos.
Quizá de lejos sí,
pero de cerca en absoluto.
Los vi desde la ventana,
y quien mira desde arriba
se equivoca con mayor facilidad.
Ella desapareció tras una puerta de cristal,
él subió al coche
y arrancó rápidamente.
Así que no pasó nada
ni siquiera si pasó.
Y yo sólo por un momento
segura de lo que vi,
intento ahora en un poema casual
convenceros a Vosotros, Lectores,
de que aquello fue triste.

Wislawa Szymborska, Perspectiva

de Hermann



de Paul

Fragilidad del alba: en el límite
de tu lámpara oscurecida: aire
sin palabras: flor de ceniza, corola
plegada. Desde el más pequeño
de tus soles, retienes
la escaldadura: vaina
de luz aplacada. Tu palma
en barbecho: su semilla
entrando en la mudez. Más allá de esta hora, el ojo
te enseñará. El ojo aprenderá
a desear.

Paul Auster, Fragilidad del alba
traducción, Jordi Doce

martes, 24 de noviembre de 2015

de John Berger

" Estoy dibujando unos lirios que crecen pegados al muro de cierta casa (...). Dibujo con tinta negra (Sheaffer), aguada y saliva, utilizando un dedo como pincel. A mi lado, en la hierba, donde estoy sentado, tengo unas cuantas hojas de papel de arroz chino, que es ligeramente coloreado.(...)
En un momento dado, si no decides abandonar el dibujo que estás haciendo y empezar uno nuevo, la mirada contenida en lo que estás midiendo e invocando en el papel cambia.

Al principio, interrogas al modelo (los siete lirios) a fin de descubrir líneas, formas y tonos que puedas trazar en el papel. El dibujo acumula las respuestas. Asimismo, conforme vas interrogando a las primeras respuestas, el dibujo va acumulando, claro está, correcciones. Dibujar es corregir. Ahora empiezo a utilizar los papeles de arroz chinos; en ellos, las líneas de tinta se convierten en venas.

Si tienes suerte, llegará un momento en el que la acumulación se convierta en una imagen, es decir, que dejará de ser un montón de signos y se transformará en una presencia. Una presencia un tanto tosca, pero una presencia. Es entonces cuando cambia tu mirada. Y empiezas a inquirir de esa presencia tanto como del modelo.

¿Cómo te pide que la modifiques para ser menos tosca? Miras atentamente el dibujo y vuelves una y otra vez a recorrer con la mirada los siete lirios buscando no ya su estructura, sino lo que irradian, su energía. ¿Cómo interaccionan con el aire que los envuelve, con el sol, con el calor que se desprende del muro de la casa?"

John Berger, El cuaderno de Bento (fragmento)
ed. Alfaguara.

de Pablo

arte: Duy Huynh

Para mi corazón basta tu pecho, 
para tu libertad bastan mis alas.


                                            Pablo Neruda, Poema 12 (fragmento)


Amigo calle abajo, por Katy Herendi

Salía del café dejando detrás de su figura fugaz el vaivén de las puertas. Un bailoteo efímero que demoraría un momento en volver a la quietud.  Su presencia, aunque muda, aunque casi ausente, se acumulaba toda junta en el vacío de la silla cuando él ya se perdía en la noche. Lo imaginaba entonces tomando la punta de su bufanda clara para arrojarla hacia atrás, con el gesto de desdén y el descuido de siempre. Lo imaginaba, pero podía aseverarlo. Tenía certeza de sus pasos; resonarían en la soledad de las calles, cuesta abajo hacia el agua, apoyándose un momento contra un farol cualquiera que saldría a su encuentro, tomaría nota mental de esa palabra que acababa de ocurrírsele, o esa oración entera, le silbaría a un pájaro errante, encendería un cigarrillo más.  Y se quedaría solo, así, detenido -calle abajo-, con su mirada profunda que sin querer ascendería en las volutas del humo al encuentro de las estrellas, mezclándose con el hollín de las calles de luz, encendiendo un futuro que no sería. 

Katy Herendi, 2015
(Inspirado en la lectura de Retrato de un amigo de Natalia Ginzburg) 

Fotografía, Edouardo Boubat - Café Tartine - París (1980)

miércoles, 18 de noviembre de 2015

en facebook



Hola queridos! 

Les cuento que nos podemos encontrar también en facebook: 

Literatura Subrayada

Sería encantador encontrarnos también allí.

Cariños,  y siempre Bienvenidos! 


Katy 






jueves, 12 de noviembre de 2015

de Silvina

Silvina


"Hay ciertas formas de olvido que más que la memoria enriquecen el recuerdo."


"Vamos dejándonos en todas partes, en cuartos, en campos, en mares, en personas, y cada uno de esos fragmentos, que dejó de ser nuestro, nos inspira celos."



Silvina Ocampo, (fragmentos de "Inscripciones en la arena" de Ejércitos en la oscuridad, (ed Sudamericana).

de Clarice

Clarice Lispector 

"Pensar es un acto. Sentir es un hecho. Los dos juntos son yo que escribo lo que estoy escribiendo."

"¿El hecho es un acto? Juro que este libro está construido sin palabras. Es una fotografía muda. Este libro es un silencio. Este libro es una pregunta."




Clarice Lispector, La hora de la estrella (ed. Siruela) (fragmento) 



Huele a lluvias

desconozco autor imagen 

Huele a lluvias el jardín.
Sobre el montículo  de hojas, el gato.  El cuerpo ahuecado, la mirada atenta.
Las gotas tiemblan prendidas en las hojuelas de lavanda. Perlas temerosas y quebrantables.  
El gato percibe. El sonido. Un retintín. Quizás el temblor.
El tenue estremecimiento.
Algunas caen. Se aplastan. Gemas abatidas.
El gato lo advierte.
La oruga lo advierte.
Es un tintineo la caída de las gotas pequeñas.
Agitación de cristales.

Un susurro de agüitas. 

Y entonces?




Una  mariposa te ha besado esta mañana, ¿qué harás el resto del día? 



Todas las noches

Andrzej Tylkowski
Salís al jardín; como siempre tu mirada se trepa hasta el cielo y tu pensamiento dibuja un "uá". No un "wow". No. Eso no porque no te da para ningún otro gesto ni aunque se genere en tu pensamiento. Las estrellas de las ocho y media, con la luna a un costado. Y todo-todo el cielo junto. Siempre estás con la tentación de quedarte afuera e incluso escribir en la oscuridad pero no podrías luego traducir ese garabato escrito a ciegas con tu ánimo extasiado debajo de esa bóveda perfecta. El esplendor de esta noche.
Por eso te pensás un ¡Uá!
Eso nada más. Y es tanta la belleza que te atrapa afuera. 
Y qué podés hacer. 
Quedarte.
Ahí.
Mirando.

El derrotero del agua


El agua, en el derrotero de su caudal, peregrina el lecho, se escurre entre piedras, traza remolinos en los que juguetea un momento, y renueva su camino de líquido andariego  baladí. Salpica el agua las piedras; moles ociosas e inermes  que aguardan impávidas cada gota, cada-una-de-ellas, que como un rocío voluptuoso  bautiza su dureza, la abrillanta como miel. 

Imagen de internet 
Las aguas corretean, saltan, resbalan,  siguen su recorrido. De vez en cuando el sol, cuando está en lo más alto, extiende uno de sus rayos poderosos, como una mano ligera  e ingrávida, un puente hecho de pura luz y unas cuantas gotas trepan; se  dejan elevar; suben.  Y entonces pueden ver cómo las piedras empequeñecen; suben más allá de las copas de los árboles y suben todavía más. Suben hasta alcanzar los cerros y a la altura en que las aves de montaña vuelan en libertad y aún a ellas las dejan atrás, y suben suben hasta más alto que las montañas, como si nunca jamás el recorrido tuviera fin. Sin embargo, allá, tan arriba como el rayo las eleva otras gotas han formado colonias.  Y esas colonias se han transmutado en níveos y húmedos copos algodonosos que coronan el cielo, como el rocío corona a las rosas en las mañanas de primavera. Las gotas ahora, en su milagroso ascenso, algo más han aprendido de la vida. Ésta transmuta, cambia su modo; transcurre allí abajo y al final cuando ya las cosas de la Tierra parecen haber quedado tan lejos se tiene más conocimiento sobre ella, más incluso que siendo parte. Y cuando llegue el momento de regresar, de generar quizás un río nuevo y trascender, las gotas se tomarán de las manos, se unirán como eslabones diáfanos y se dejarán caer más sabias; caerán mansamente o puede que con fuerza, pero caerán cantando, con el sonido que solo la lluvia sabe hacer. 

martes, 27 de octubre de 2015

El profesor


Magritte
El señor Eduardo Bungleri se detuvo frente al pizarrón verde. Mantuvo la mirada hacia adelante ignorando el dibujo primaveral que algunas manos habían dejado allí, depositó sus libros sobre el escritorio de madera robusta. Carraspeó. Volteó la mirada hacia los ventanales y como siempre su mente tuvo ese pensamiento que se repetía en cualquiera de las aulas sin que él ni siquiera registrara que pensaba en aquello: con qué necesidad las ventanas son tan altas. Se acercó por detrás de su escritorio y miró el parque, el campo de deportes, el estacionamiento, mucho más allá la ruta y luego los cultivos.  Abandonó su posición velada tras el escritorio, nadie debía verlo en puntas de pie, giró sobre sus talones, de pronto,  poniéndole punto final a su disgreción. Se quitó las gafas pequeñas y redondas y con el pañuelo estrujado que extrajo de su bolsillo tirando de una de sus puntas limpió primero uno de los cristales, luego recordó la efectividad de empañarlo con su aliento;  volvió a limpiar el mismo cristal. El otro lo limpió sin el vapor de su aliento. Se aburría pronto el señor Bungleri. 
Eduardo Bungleri se acomodó los lentes sobre su pequeña nariz. Las mejillas carnosas, ligeramente coloradas enmarcaban los labios rígidos, siempre unidos y que sin embargo de pronto se despegaban para deletrear en silencio lo que leía; o sin querer repetía las últimas frases de su interlocutor. En todos los otros momentos sus labios estaban unidos con firmeza; casi forzados. Vestía  pantalones de franela negra, brillosa, repleta de pliegues y arrugas;  hasta muy avanzada la primavera ni siquiera se quitaba su grueso abrigo. Era un buen hombre, decían todos, pero tan solitario. Por buena fortuna alguien del salón movió una silla y el señor Bungleri recordó que estaba frente a una clase y que algo debía decir. Observó a sus alumnos allí sentados, con esa actitud de complicidad que acostumbraban tener entre ambos. Una de las chicas de la primera fila que no le quitaba la mirada  levantó las  cejas y con un gesto de la cara, casi utilizando la nariz como puntero, le señaló hacia el escritorio; aunque podía ser la ventana, la pared, el cielo, el sillón. El señor Bungleri miró todo al mismo tiempo  buscando hallar ignorando qué y en el instante en que volvía  para mirar a la chica y sus ojos lo barrieron todo en el regreso las captó. Sobre la mesa de madera, en un pequeño vaso de vidrio del buffet había regresado el ramito de fresias. El señor Eduardo Bungleri apretó con fuerza los puños para sostenerse y no salir corriendo un piso más abajo y un edificio más atrás, miró el suelo apretó las ojos, sonrió con la ternura aprendida no hacía tanto y enfrentó a sus alumnos, miró los ventanales que esta vez le parecieron más bajos, y levantando la barbilla volvió la mirada al alumnado. Buenos días, dijo, y comenzó la clase. 

sábado, 24 de octubre de 2015

Otro dia

La pendeja 
Miró su casa de nuevo por última vez. Controló que las ventanas no hubiesen quedado abiertas, no fuera cosa que al volver su marido, encima, le hubieran entrado los ladrones.
El pañuelito, en el bolsillo. La carta de despedida, sobre la mesa. La acomodó mejor. Para que se viera bien le puso detrás, para sostenerla y que se mantuviera erguida, el florero.
En la cocina apretó la llave de paso del gas aun sabiendo que ya la había acerrado. Volvió al comedor. Miró la carta sobre el mantel de la mesa. Estaba bien, pero el florero… lleno de flores como estaba, era tan tétrico. Y su carta del adiós, puesta allí…, parecía velorio por anticipado.
Ay, qué se yo… -murmuró.
Pensó en la costa del río. Estaría todo embarrado, seguro que sí, y para llegar hasta la orilla tenía que atravesar un pastizal y se encastraría las botas, amén de que llegarían hechas un bodoque de tierra. Y el agua…, toda marrón y tan llena de basura…, ¡un asco!
No sé… -pensó-, Alfonsina al menos se entregó a un mar tan azul, y lleno de caracolas…
Se fijó en un rincón del techo. Según cómo daba la luz del día esa telaraña se dejaba ver, o no. Qué dirían de ella si dejaba la casa hecha una mugre. Dejó su bolso junto a la puerta, buscó el plumero y parada sobre una silla quitó la telaraña. Entonces, notó que sobre las aspas del ventilador había una capa de polvo de meses. Ya acabaría ella con esa fiesta de ácaros.

Al rato la casa lucía impecable. Para mejor había dejado de llover después d diez días grises y deslucidos. El sol resplandeciente iluminaba las paredes blancas y el aire tibio entraba por las ventanas, ahora abiertas, y bailoteaba tímidamente con las cortinas. La carta voló hasta el suelo, a sus pies. La recogió y sin leerla la guardó en su bolso, una pena tirarla… la redacción es buenísima, pero tenía tantas cosas que hacer que no iba a poder ir a suicidarse hoy. Otro día sí. Seguro.
No faltará oportunidad, se dijo. Después abrió la heladera y se fijó qué podría cocinar para esa noche.

Publicado en ALGOqueLEER. Septiembre 2002. AñoV – N° 41


La noche inventada


Escribir a oscuras. Como un ciego.
Te procurás la oscuridad.
Bajar las persianas, correr las cortinas, sentarse. Tomar las hojas preparadas, el libro que servirá de apoyo. Un bolígrafo. Los lentes no son necesarios, no.
Cerrar los ojos igual, a pesar de la oscuridad. Escribir sin pensar. Seguir la voz que nunca se detiene y tomar nota de lo que dice.
El perro del vecino ladra.  Dos veces.  Se detiene. Ladra dos veces más y se vuelve a detener.  Tiene una especie de ritmo. Otra vez ladra. Hace silencio.
Y ladra de nuevo.
Por el grosor de sus ladridos decidís que es un perro grande así que, el ovejero alemán ladra.  Quisieras que ya dejara de hacerlo;  la verdad. 
A pesar de la oscuridad creada, persianas bajas, cortinas que bloquean el paso de la luz, los párpados cerrados, una luz mínima logra filtrarse y tus párpados la perciben. Es que afuera hay un sol que parte la tierra; los pájaros revolotean y sus trinos desvergonzados desbaratan tu noche. La noche de tu dormitorio. 
Y las chicharras…
El ovejero alemán ya no ladra pero el día insiste en hacerse notar. Hay un rumor en el aire, sonidos que no lográs velar. Hay saludos en la calle, alegres, a los gritos;  tenedores que se chocan con los platos del almuerzo en un barrio próximo, rumores de coches en la lejanía, o de personas haciendo largas esperas en los municipios, en el banco, en el bar revolviendo el café para diluir los cristales del azúcar y la cucharita glinqui glinqui, glinqui. Una bocina y la advertencia  eficaz y a tiempo, ¡Cuidado señora!
¡El rumor del mundo entero te aleja del cuarto! Volvamos a la noche. La mente donde tengo el cuerpo, te lo dijeron más de una vez.
La oscuridad en el cuarto. Escribir así. Resaltar otros sentidos. ¿Estaré escribiendo encimado?  ¿Podré leer algo, luego, cuando la luz…? Los dedos de la mano izquierda sirven de margen y de renglones. Se deslizan una nada hacia abajo para tener una noción mínima del espacio. La mano derecha escribe, se detiene, y sigue escribiendo.  No sé si no estoy encimando las palabras.  O qué distancia hay entre los renglones imaginarios. Las persianas crepitan por el calor. Esta noche ficticia que recreaste para ver adónde te lleva el no ver objetos que te inspiren, no te engaña. No es de noche. Si tus párpados se abrieran ahora, tus ojos verían el dormitorio a la perfección, porque se acostumbraron a la oscuridad. A lo que los párpados ocultaron para dar lugar a esta atmósfera artificiosa que no te engaña.  El cuerpo está alerta durante el día, descansado. El techo de chapas cruje, según el sol aparece o se oculta detrás de las nubes. De noche, las chapas no muerden el aire con ese crujir incómodo. De noche, el silencio está plagado del croar de las ranas, con esa música que evoluciona según qué celebren: las lluvias, el encuentro con las aguas de algún charco efímero, la humedad, una bandada de insectos desprevenidos, el amor. De noche, si uno presta la suficiente atención, puede alcanzar a percibir cómo la luna se desliza sobre el riel que la transporta para que no pierda la ruta; un siseo; una poquita cosa en el cielo; Ssssss. Y si todavía uno no dejó de estar atento verá con claridad cómo, de pronto, una estrella roe la tansa que la sostiene y se deja caer en caída libre, y sobre el final de la caída, justo a tiempo, planea sobre la hondonada azul, como bordada, donde las estrellas ancianas se acumulan reunidas desde tiempos ancestrales. 
De noche se pueden ver los ojos de los gatos sin gatos, solo pares de ojitos –amarillos, con rayas, fluorescentes- moviéndose entre las plantas como si fuesen  peces entre las algas,  con esa misteriosa soberbia de quien sabe guardar  secretos que no revelará jamás.
Pero ésa es La Noche.
Que no es el día.

Y ahora hay cosas que hacer. 

No. Que no

Karla Gerard 
Hablale al gato. Miralo a los ojos y decile que no te gusta que llore todo el día sin necesidad. Dale de comer por la mañana, al mediodía, a la tarde y a la noche. Explicale que ya no va a estar en brazos porque es lo mismo; cuando lo dejes en el suelo quizás llore todavía más. Que le quede claro que no querías más gatos; dos era un buen número. Decile que tenés cosas que hacer. Que te molesta caminar mirando el suelo para no tropezarte con él cuando colgás la ropa, barrés o lavás el piso.
Y que la escoba es para barrer, no para que él la ataque con cada movimiento.

Decile que tenés una vida. Que te encanta el perro del vecino; mucho. Que estás harta de verlo en cada una de las ventanas como si fuese diez gatos; o Dios que está en todas partes. Que tu café, el que tomás sentada en el suelo porque te da la gana no es para que él lo olisquee y meta sus bigotes dentro.

Contale cosas terribles que sabés sobre el destino de otros gatos; incluso menos molestos que él. Que dé las gracias cada día por tenerte (y que ya deje de maullar).
Que si de noche  te levantás a tomar agua no es para que él maúlle afuera como si su vida corriera peligro. Y, que cuando abrís la puerta del patio no es motivo para que él vuelva a maullar como una sonaja sin fin. Cualquier día, a cualquier hora.
Que te está volviendo loca.
Huraña.
Insensible y mala.

El fin de semana andate. Metete en un cine para ver una película que te guste mucho; esa que esperaste que  se estrenara desde hace meses. No la disfrutes; pensá si el gato tiene su alimento, si no estará llorando por tu ausencia. Abandoná la sala –permiso, perdón, dejé el gas encendido, disculpe, gracias-, y volvete. Volvé  a toda prisa a tu casa con la sensación de haberlo arruinado todo.

 Al llegar, el gato estará durmiendo, plácidamente. Luego, al verte, comenzará a llorar otra vez.
Ponete a pensar en cómo era antes el silencio de tu jardín. Extrañalo. Y ahora preocupate. Estás hablándole a él que solo es un gato.

Breve

Descubrís a alguien, un escritor, nuevo para vos. Y como siempre que un escritor te seduce vas a su encuentro donde sea para saber. Para saberlo todo. Juventud, inicios, párrafos, textos.
Imágenes.  Siempre después; cuando ya te haces una idea,  resulta que ha fallecido. 
Lleva años de aquello.
Ese conocimiento te angustia. Como si la persona hubiese vivido su vida en unos minutos. Delante de tus ojos; y también delante de tus ojos de pronto decide morir creándote un nuevo estado de orfandad. 


Te mortifica el día entero. 


viernes, 2 de octubre de 2015

Instante fugaz del cuento de hadas

Bessie Pease Gutman 
La niña, todas las noches, se detiene junto a la puerta de la cocina, de la puerta que da al patio trasero de su casa, y recorre con sus manitos abiertas la superficie vidriada. Sus manitos tiernas y blancas, tan blancas como el tazón de leche que su mamá le acerca en las mañanas, tan tiernas como el arroz con leche y canela que su mamá le prepara en las tardes.
La niña recorre el vidrio; el vidrio no es del cristal fino y transparente como los otros que hay en las ventanas de la casa, sino una capa gruesa poco traslúcida y como plagada  de huellas de dedos que impiden ver qué hay detrás. La niña acerca el rostro a los dibujos del vidrio; muy pero muy cerca y mira. La luz que ve se descompone en colores fragmentados, pequeños discos de luz; azules, rosados, amarillos. Sus dedos recorren por ella los recovecos diminutos, los bordes redondeados y suaves y toca las formas que imagina: montañas de verdes húmedos, flores y hadas que plagarán sus sueños; hamacas que cuelgan de nubes esponjosas y donde ella se balanceará mientras duerme  esperando levantar vuelo hacia el horizonte dorado. Olvida la niña que está de pie junto a una puerta y corre por un prado de trigo y miel. Huele las fragancias que la tierra exhala cuando ha dejado de llover,  muerde duraznos que la salpican de dulce néctar; y ríe. Está tan feliz que sus brazos se abren y ella gira y da vueltas con cien mariposas blancas que se enredan en las cintas de  su vestido de plumetí. Hasta que huele el pan que su madre hornea, las verduras que bullen en la sopa deliciosa y deja el vidrio atrás. Ve a su madre que canta junto a la cocina, la mesa dispuesta para la cena familiar; y a su padre sonriéndoles a las dos. La niña guarda esa imagen en su interior, en un lugar reservado donde atesora momentos como esos. Abraza a sus padres. Los tres se rodean con un halo amoroso y único.  La niña se retira  a dormir desconociendo  que hasta los cuentos más bellos un día llegan a su fin. 

jueves, 1 de octubre de 2015

Ay, la Paca

Que no era acá, que no era allá ni debajo del pino aquel sino de otro parecido pero no,  que era más pequeño, más gordo, más alto; idéntico. Pepa prefería decir que quizás, quién sabe, en una de esas, a lo mejor, en el cementerio a la Paca la habían cambiado de ubicación, así, sin avisar, de repente y porque sí, y que no había consideración: Somos la familia, ¿o no?, cómo que no nos avisan a nosotros que SOMOS LA FAMILIA. Y lo decía así, todo con mayúsculas para que se entendiera bien la relevancia que ella le daba a ciertos asuntos. Aunque también le gustaba mucho aclararnos que ella era más familia de Paca que ninguno, porque era la hermana; y por una cuestión de antigüedad; que nos quedara claro eso.  Nos llevaba añares de ventaja. Que no nos fuéramos a creer habráse visto.

Pepa hablaba haciendo gestos; siempre. Ése día más gestos que nunca: para que todos escucháramos caminaba dando giros, giraba y seguía buscando a Paca con la cara ya preparada para la sorpresa del encuentro. Movía la boca para que algunas palabras pudiéramos leérselas en los labios, había que tener en cuenta entre los nuestros a los que ya no tenían sus oídos aguzados como otrora.  Los ojos a la Pepa se le abrían hasta el límite de lo permitido por la naturaleza, a los chicos les daba la risa, un esfuerzo más, unos milímetros más de apertura desmesurada, y sus globitos oculares saldrían de sus cuencos y se perderían entre las calles del cementerio sin más; caerían como dos  bolitas, dos canicas de vidrio de las grandes y blancas y rodando irían a perderse en algún sumidero. Y estaba lo de las cejas también.  Las delgadas líneas de los que supieron ser sendos y frondosos marcos para sus ojos ambarinos, y que ahora estaban dibujadas con lápiz negro, le subían y le bajaban, se unían, se ponían raras, en desniveles imposibles; varias capas diferenciables de asombro. En cuanto a sus brazos, apenas regordetes, prevalecía  el movimiento, sin importar si estaba exaltada o a punto de unir sus manos en oración. O dando indicaciones a un tráfico inexistente, iban y venían y de pronto, eran fuuummm un trompo loco.
Pepa iba al frente de la comitiva para encontrar a Paca, pero la comitiva que formábamos aquel mediodía había sido originalmente conformada para darle el adiós postrero a otro familiar que sobre el mediodía había sido enterrado, dejado atrás y casi olvidado; ahora lo que todos ansiábamos de una buena vez era encontrar el sitio de la Paca. Pero, ¿dónde había que buscar a esa mujer? ¿Dónde escondían a la gente de bien en ese cementerio de mala muerte?
Pasado ya ese mediodía teníamos en el haber de nuestra memoria más de un centenar de nombres de lápidas, y algunos comenzaban a repetirse. Uno de los críos protestó, ¿cuántas tumbas faltan para encontrarla a la tía Paca?, y mordió el alfajor enorme que le habían llevado por las dudas. Pepa dijo que estábamos girando en redondo, así no la íbamos a encontrar ni para el día del juicio final. Y que encima ninguno traía una mísera flor que a la Paca le agradaban tanto, dijo. Ni cortos, que en la familia son todos altos, ni perezosos, que los había pero no era el momento de traerlo a colación, unos tomaron flores prestadas de algunas tumbas, previo santiguarse con la promesa vana de regresar con varios ramos para reponer, otros dijeron que ni locos que estuvieran, que lo de la maldición y eso y salieron a la puerta a comprar y de paso varios ni volvieron. Así estaban las cosas cuando un murmullo creciente terminó convirtiéndose en el griterío habitual de las reuniones, Acá está, dijeron unos, La encontramos, dijeron otros, ¿Ya podemos irnos a casa má?, esto último fue dicho con la boca desbordante  de alfajor de chocolate. Otras bocas, libres de gluten, repitieron, La encontramos, ahí está, por fin con este calor. Y así fue. Paca estaba adonde la habíamos dejado, sentadita en un banco de mármol, justo debajo del pino alto terminándose un helado que solo el Supremo sabe de dónde sacó. Al vernos llegar, todos y cada uno con flores en las manos, y nuestras caras compungidas expresó: Que no he muerto. Y volvimos a las casas tan felices.