Te procurás la oscuridad.
Bajar las persianas, correr las
cortinas, sentarse. Tomar las hojas preparadas, el libro que servirá de apoyo.
Un bolígrafo. Los lentes no son necesarios, no.
Cerrar los
ojos igual, a pesar de la oscuridad. Escribir sin pensar. Seguir la voz que
nunca se detiene y tomar nota de lo que dice.
El perro del vecino ladra. Dos veces.
Se detiene. Ladra dos veces más y se vuelve a detener. Tiene una especie de ritmo. Otra vez ladra.
Hace silencio.
Y ladra de nuevo.
Por el grosor de sus ladridos decidís
que es un perro grande así que, el ovejero alemán ladra. Quisieras que ya dejara de hacerlo; la verdad.
A pesar de la oscuridad creada,
persianas bajas, cortinas que bloquean el paso de la luz, los párpados
cerrados, una luz mínima logra filtrarse y tus párpados la perciben. Es que
afuera hay un sol que parte la tierra; los pájaros revolotean y sus trinos
desvergonzados desbaratan tu noche. La noche de tu dormitorio.
Y las chicharras…
El ovejero alemán ya no ladra pero el
día insiste en hacerse notar. Hay un rumor en el aire, sonidos que no lográs
velar. Hay saludos en la calle, alegres, a los gritos; tenedores que se chocan con los platos del
almuerzo en un barrio próximo, rumores de coches en la lejanía, o de personas
haciendo largas esperas en los municipios, en el banco, en el bar revolviendo
el café para diluir los cristales del azúcar y la cucharita glinqui glinqui, glinqui. Una bocina y
la advertencia eficaz y a tiempo,
¡Cuidado señora!
¡El rumor del mundo entero te aleja
del cuarto! Volvamos a la noche. La mente donde tengo el cuerpo, te lo dijeron
más de una vez.
La oscuridad en el cuarto. Escribir
así. Resaltar otros sentidos. ¿Estaré escribiendo encimado? ¿Podré leer algo, luego, cuando la luz…? Los
dedos de la mano izquierda sirven de margen y de renglones. Se deslizan una nada
hacia abajo para tener una noción mínima del espacio. La mano derecha escribe,
se detiene, y sigue escribiendo. No sé
si no estoy encimando las palabras. O
qué distancia hay entre los renglones imaginarios. Las persianas crepitan por
el calor. Esta noche ficticia que recreaste para ver adónde te lleva el no ver
objetos que te inspiren, no te engaña. No es de noche. Si tus párpados se
abrieran ahora, tus ojos verían el dormitorio a la perfección, porque se
acostumbraron a la oscuridad. A lo que los párpados ocultaron para dar lugar a
esta atmósfera artificiosa que no te engaña.
El cuerpo está alerta durante el día, descansado. El techo de chapas
cruje, según el sol aparece o se oculta detrás de las nubes. De noche, las
chapas no muerden el aire con ese crujir incómodo. De noche, el silencio está
plagado del croar de las ranas, con esa música que evoluciona según qué
celebren: las lluvias, el encuentro con las aguas de algún charco efímero, la
humedad, una bandada de insectos desprevenidos, el amor. De noche, si uno
presta la suficiente atención, puede alcanzar a percibir cómo la luna se
desliza sobre el riel que la transporta para que no pierda la ruta; un siseo;
una poquita cosa en el cielo; Ssssss. Y
si todavía uno no dejó de estar atento verá con claridad cómo, de pronto, una
estrella roe la tansa que la sostiene y se deja caer en caída libre, y sobre el
final de la caída, justo a tiempo, planea sobre la hondonada azul, como
bordada, donde las estrellas ancianas se acumulan reunidas desde tiempos ancestrales.
De noche se pueden ver los ojos de
los gatos sin gatos, solo pares de ojitos –amarillos, con rayas, fluorescentes-
moviéndose entre las plantas como si fuesen
peces entre las algas, con esa
misteriosa soberbia de quien sabe guardar secretos que no revelará jamás.
Pero ésa es La Noche.
Que no es el día.
Y ahora hay cosas que hacer.
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