jueves, 12 de noviembre de 2015

El derrotero del agua


El agua, en el derrotero de su caudal, peregrina el lecho, se escurre entre piedras, traza remolinos en los que juguetea un momento, y renueva su camino de líquido andariego  baladí. Salpica el agua las piedras; moles ociosas e inermes  que aguardan impávidas cada gota, cada-una-de-ellas, que como un rocío voluptuoso  bautiza su dureza, la abrillanta como miel. 

Imagen de internet 
Las aguas corretean, saltan, resbalan,  siguen su recorrido. De vez en cuando el sol, cuando está en lo más alto, extiende uno de sus rayos poderosos, como una mano ligera  e ingrávida, un puente hecho de pura luz y unas cuantas gotas trepan; se  dejan elevar; suben.  Y entonces pueden ver cómo las piedras empequeñecen; suben más allá de las copas de los árboles y suben todavía más. Suben hasta alcanzar los cerros y a la altura en que las aves de montaña vuelan en libertad y aún a ellas las dejan atrás, y suben suben hasta más alto que las montañas, como si nunca jamás el recorrido tuviera fin. Sin embargo, allá, tan arriba como el rayo las eleva otras gotas han formado colonias.  Y esas colonias se han transmutado en níveos y húmedos copos algodonosos que coronan el cielo, como el rocío corona a las rosas en las mañanas de primavera. Las gotas ahora, en su milagroso ascenso, algo más han aprendido de la vida. Ésta transmuta, cambia su modo; transcurre allí abajo y al final cuando ya las cosas de la Tierra parecen haber quedado tan lejos se tiene más conocimiento sobre ella, más incluso que siendo parte. Y cuando llegue el momento de regresar, de generar quizás un río nuevo y trascender, las gotas se tomarán de las manos, se unirán como eslabones diáfanos y se dejarán caer más sabias; caerán mansamente o puede que con fuerza, pero caerán cantando, con el sonido que solo la lluvia sabe hacer. 

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