El agua, en el derrotero de
su caudal, peregrina el lecho, se escurre entre piedras, traza remolinos en los
que juguetea un momento, y renueva su camino de líquido andariego baladí. Salpica el agua las piedras; moles ociosas
e inermes que aguardan impávidas cada
gota, cada-una-de-ellas, que como un rocío voluptuoso bautiza su dureza, la abrillanta como
miel.
Imagen de internet |
Las aguas corretean, saltan,
resbalan, siguen su recorrido. De vez en
cuando el sol, cuando está en lo más alto, extiende uno de sus rayos poderosos,
como una mano ligera e ingrávida, un
puente hecho de pura luz y unas cuantas gotas trepan; se dejan elevar; suben. Y entonces pueden ver cómo las piedras
empequeñecen; suben más allá de las copas de los árboles y suben todavía más. Suben
hasta alcanzar los cerros y a la altura en que las aves de montaña vuelan en
libertad y aún a ellas las dejan atrás, y suben suben hasta más alto que las
montañas, como si nunca jamás el recorrido tuviera fin. Sin embargo, allá, tan
arriba como el rayo las eleva otras gotas han formado colonias. Y esas colonias se han transmutado en níveos
y húmedos copos algodonosos que coronan el cielo, como el rocío corona a las
rosas en las mañanas de primavera. Las gotas ahora, en su milagroso ascenso,
algo más han aprendido de la vida. Ésta transmuta, cambia su modo; transcurre
allí abajo y al final cuando ya las cosas de la Tierra parecen haber quedado
tan lejos se tiene más conocimiento sobre ella, más incluso que siendo parte. Y
cuando llegue el momento de regresar, de generar quizás un río nuevo y
trascender, las gotas se tomarán de las manos, se unirán como eslabones
diáfanos y se dejarán caer más sabias; caerán mansamente o puede que con
fuerza, pero caerán cantando, con el sonido que solo la lluvia sabe hacer.
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