jueves, 1 de octubre de 2015

Ay, la Paca

Que no era acá, que no era allá ni debajo del pino aquel sino de otro parecido pero no,  que era más pequeño, más gordo, más alto; idéntico. Pepa prefería decir que quizás, quién sabe, en una de esas, a lo mejor, en el cementerio a la Paca la habían cambiado de ubicación, así, sin avisar, de repente y porque sí, y que no había consideración: Somos la familia, ¿o no?, cómo que no nos avisan a nosotros que SOMOS LA FAMILIA. Y lo decía así, todo con mayúsculas para que se entendiera bien la relevancia que ella le daba a ciertos asuntos. Aunque también le gustaba mucho aclararnos que ella era más familia de Paca que ninguno, porque era la hermana; y por una cuestión de antigüedad; que nos quedara claro eso.  Nos llevaba añares de ventaja. Que no nos fuéramos a creer habráse visto.

Pepa hablaba haciendo gestos; siempre. Ése día más gestos que nunca: para que todos escucháramos caminaba dando giros, giraba y seguía buscando a Paca con la cara ya preparada para la sorpresa del encuentro. Movía la boca para que algunas palabras pudiéramos leérselas en los labios, había que tener en cuenta entre los nuestros a los que ya no tenían sus oídos aguzados como otrora.  Los ojos a la Pepa se le abrían hasta el límite de lo permitido por la naturaleza, a los chicos les daba la risa, un esfuerzo más, unos milímetros más de apertura desmesurada, y sus globitos oculares saldrían de sus cuencos y se perderían entre las calles del cementerio sin más; caerían como dos  bolitas, dos canicas de vidrio de las grandes y blancas y rodando irían a perderse en algún sumidero. Y estaba lo de las cejas también.  Las delgadas líneas de los que supieron ser sendos y frondosos marcos para sus ojos ambarinos, y que ahora estaban dibujadas con lápiz negro, le subían y le bajaban, se unían, se ponían raras, en desniveles imposibles; varias capas diferenciables de asombro. En cuanto a sus brazos, apenas regordetes, prevalecía  el movimiento, sin importar si estaba exaltada o a punto de unir sus manos en oración. O dando indicaciones a un tráfico inexistente, iban y venían y de pronto, eran fuuummm un trompo loco.
Pepa iba al frente de la comitiva para encontrar a Paca, pero la comitiva que formábamos aquel mediodía había sido originalmente conformada para darle el adiós postrero a otro familiar que sobre el mediodía había sido enterrado, dejado atrás y casi olvidado; ahora lo que todos ansiábamos de una buena vez era encontrar el sitio de la Paca. Pero, ¿dónde había que buscar a esa mujer? ¿Dónde escondían a la gente de bien en ese cementerio de mala muerte?
Pasado ya ese mediodía teníamos en el haber de nuestra memoria más de un centenar de nombres de lápidas, y algunos comenzaban a repetirse. Uno de los críos protestó, ¿cuántas tumbas faltan para encontrarla a la tía Paca?, y mordió el alfajor enorme que le habían llevado por las dudas. Pepa dijo que estábamos girando en redondo, así no la íbamos a encontrar ni para el día del juicio final. Y que encima ninguno traía una mísera flor que a la Paca le agradaban tanto, dijo. Ni cortos, que en la familia son todos altos, ni perezosos, que los había pero no era el momento de traerlo a colación, unos tomaron flores prestadas de algunas tumbas, previo santiguarse con la promesa vana de regresar con varios ramos para reponer, otros dijeron que ni locos que estuvieran, que lo de la maldición y eso y salieron a la puerta a comprar y de paso varios ni volvieron. Así estaban las cosas cuando un murmullo creciente terminó convirtiéndose en el griterío habitual de las reuniones, Acá está, dijeron unos, La encontramos, dijeron otros, ¿Ya podemos irnos a casa má?, esto último fue dicho con la boca desbordante  de alfajor de chocolate. Otras bocas, libres de gluten, repitieron, La encontramos, ahí está, por fin con este calor. Y así fue. Paca estaba adonde la habíamos dejado, sentadita en un banco de mármol, justo debajo del pino alto terminándose un helado que solo el Supremo sabe de dónde sacó. Al vernos llegar, todos y cada uno con flores en las manos, y nuestras caras compungidas expresó: Que no he muerto. Y volvimos a las casas tan felices.

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