miércoles, 2 de diciembre de 2015

En la plaza


Ella lo espera todas las tardes; en la plaza. Da lo mismo si llueve, graniza o el calor tórrido y aplastante del verano amedrenta a las personas que buscan el resguardo de un techo, o el fresco de paredes en penumbra. Ella espera. De memoria conoce el horario de su tren. No tiene dudas de que lo va a ver descender las dos escalinatas como si se hubiera equivocado de estación, con ese gesto de sorpresa, los ceños formando el frunce ya casi permanente, como si alguien acabara de hacerle la pregunta del millón en finlandés. Que avanzará sobre los mismos ladrillos empujado por sus zapatos, un poco ajados pero brillosos a fuerza de la lustrada obsesiva, y que con su andar pausado y solitario va a cruzar toda la plaza sin mirarla ni una sola vez.
En vano ella busca lograr su atención; él no parece advertir su presencia. Durante el resto del día, de todos los días, ella se deja arrastrar por los sueños más disímiles. Imagina cosas simples como que una tarde él bajará del tren con una sonrisa, estirará una mano hasta alcanzar la suya y entonces no será necesario agregar palabras ni gestos ni nada, a la nada ya dicha. La llevaría a su casa, quizás hasta pudiera calentar agua para ofrecerle un té de jazmín, y luego, luego sólo vivirían el uno para el otro. Está segura de que, con los tiempos que corren, toda esa fascinación suya linda precariamente con la cursilería de otros tiempos. Pero como no hay cosa tan privada como un sueño, y como tampoco tiene nada mejor que hacer, esos pensamientos de autocensura se evanescen pronto. 

Hubo muchos días, como el de esta tarde. El sol iluminando rincones oscuros en los arbustos del parque, formando diminutos arco iris en los chorros de la fuente de agua, creando haces de luz entre las ramas altas de las palmeras, y las palomas…, bueno, las palomas siempre revoloteándole alrededor. Ya. Pero si parecen ensañadas. Se le posan en la cabeza, en los brazos y lo que es peor se quedan sobre sus hombros. ¡Qué no soy un mirador, caramba! Pero las palomas, por más que ella haga esas sacudiditas imperceptibles no le hacen caso a sus protestas y le arrullan con ternura al oído. Y como de costumbre ella sonríe porque cuando él pasa ellas se van. 

A ella le encanta estar en plaza porque puede observar los juegos de los niños y escuchar sus diálogos tiernos y esas risitas comestibles. A veces participa de sus juegos: ella sabe cómo ocultarlos detrás de sí para que los otros no los descubran mientras dura el escondite, y nunca le molesta que dejen huellas de chocolate en su vestido. Muchas veces se sorprende a si misma soñando con una familia grande y bulliciosa; imagina cómo sería una mañana, la cocina impregnada del olor crujiente a pan tostado; y una docena de bocas llenas de algarabías infantiles; de cuentos a la hora de dormir, y canciones de cuna. Desea una familia. Con él, que ni la ve. 

Pero la plaza le concede otras alegrías. Como aquella, semanas atrás, el acto había convocado a la gente del barrio. Los vecinos la habían rodeado. Nada menos que a ella. La banda de músicos sembró ritmos que duraron en el aire durante horas. Cuando ya anochecía, y en la plaza sólo quedaban algunas guirnaldas y un globo solitario bailoteaba enganchado de un cable de luz, ella descubrió el enorme ramo de flores que alguien había puesto en sus manos y que le daba algo de brillo a su piel de mármol.

Las 18.47. El tren se detiene puntual en la estación. Enseguida lo ve. Él cruzará las vías para caminar hacia ella como siempre. Quizás esta vez se digne a mirarla. En sus manos trae una caja. Una caja mediana envuelta para regalo con un papel crujiente y rojo, y un gran ramo de rosas blancas. Ella no sabe si reír o llorar, el corazón le late, o ella cree que sí, está segura de que su corazón late con fuerza. Es una sensación extraordinaria. Él no se ha detenido, avanza .
De repente ella se pregunta si no es un poco arriesgado por parte de él traer flores y bombones -que ella no come- si ni siquiera cruzaron nunca un saludo. Pero bueno, a ver, ahora no es momento de recular. Él deposita los presentes a su lado –es ahora…, ahora me va hablar-. Él se inclina y ata el cordón de uno de sus zapatos nuevos. Una vez sujeto el cordón se incorpora y toma sus paquetes, sin pronunciar palabra. 
Ella aguarda tranquila, ya esperó tanto. Se dice para sus adentros, que él estará buceando entre miles de palabras para encontrar las adecuadas. Una paloma blanca vuela alrededor. Él enciende un cigarrillo, da cuatro pasos, gira y vuelve sobre sus huellas. Consulta su reloj. Flexiona las rodillas para sentarse en el banco y en ese instante la descubre, por primera vez. Única, irrepetible vez. Levanta los ojos, mira los suyos, y se sonríe. Escucha lo que le murmura: La hora que es… ¿no? Y en el preciso segundo de este día delicioso otra voz responde en su lugar.
Disculpame, se me hizo tarde en la oficina. ¿Hace mucho que me esperás?
Toda la vida dice él y le entrega los obsequios.
La chica se ríe, le dice que es un cursi y le estampa un beso. 

Ella los ve alejarse en medio de algo, una especie de halo, algo que será lo que llaman alegría. O amor. Puede ser eso. El amor. Y algo nuevo, una tibieza en forma de gota se anida en la comisura de sus ojos. ¿Por qué? Y la pregunta se repite durante una década entera. Por qué será, se dice por fin, que de las estatuas nadie se enamora. 
Y una paloma se posa sobre su cabeza, otra vez.

Katy Herendi 

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