martes, 27 de octubre de 2015

El profesor


Magritte
El señor Eduardo Bungleri se detuvo frente al pizarrón verde. Mantuvo la mirada hacia adelante ignorando el dibujo primaveral que algunas manos habían dejado allí, depositó sus libros sobre el escritorio de madera robusta. Carraspeó. Volteó la mirada hacia los ventanales y como siempre su mente tuvo ese pensamiento que se repetía en cualquiera de las aulas sin que él ni siquiera registrara que pensaba en aquello: con qué necesidad las ventanas son tan altas. Se acercó por detrás de su escritorio y miró el parque, el campo de deportes, el estacionamiento, mucho más allá la ruta y luego los cultivos.  Abandonó su posición velada tras el escritorio, nadie debía verlo en puntas de pie, giró sobre sus talones, de pronto,  poniéndole punto final a su disgreción. Se quitó las gafas pequeñas y redondas y con el pañuelo estrujado que extrajo de su bolsillo tirando de una de sus puntas limpió primero uno de los cristales, luego recordó la efectividad de empañarlo con su aliento;  volvió a limpiar el mismo cristal. El otro lo limpió sin el vapor de su aliento. Se aburría pronto el señor Bungleri. 
Eduardo Bungleri se acomodó los lentes sobre su pequeña nariz. Las mejillas carnosas, ligeramente coloradas enmarcaban los labios rígidos, siempre unidos y que sin embargo de pronto se despegaban para deletrear en silencio lo que leía; o sin querer repetía las últimas frases de su interlocutor. En todos los otros momentos sus labios estaban unidos con firmeza; casi forzados. Vestía  pantalones de franela negra, brillosa, repleta de pliegues y arrugas;  hasta muy avanzada la primavera ni siquiera se quitaba su grueso abrigo. Era un buen hombre, decían todos, pero tan solitario. Por buena fortuna alguien del salón movió una silla y el señor Bungleri recordó que estaba frente a una clase y que algo debía decir. Observó a sus alumnos allí sentados, con esa actitud de complicidad que acostumbraban tener entre ambos. Una de las chicas de la primera fila que no le quitaba la mirada  levantó las  cejas y con un gesto de la cara, casi utilizando la nariz como puntero, le señaló hacia el escritorio; aunque podía ser la ventana, la pared, el cielo, el sillón. El señor Bungleri miró todo al mismo tiempo  buscando hallar ignorando qué y en el instante en que volvía  para mirar a la chica y sus ojos lo barrieron todo en el regreso las captó. Sobre la mesa de madera, en un pequeño vaso de vidrio del buffet había regresado el ramito de fresias. El señor Eduardo Bungleri apretó con fuerza los puños para sostenerse y no salir corriendo un piso más abajo y un edificio más atrás, miró el suelo apretó las ojos, sonrió con la ternura aprendida no hacía tanto y enfrentó a sus alumnos, miró los ventanales que esta vez le parecieron más bajos, y levantando la barbilla volvió la mirada al alumnado. Buenos días, dijo, y comenzó la clase. 

sábado, 24 de octubre de 2015

Otro dia

La pendeja 
Miró su casa de nuevo por última vez. Controló que las ventanas no hubiesen quedado abiertas, no fuera cosa que al volver su marido, encima, le hubieran entrado los ladrones.
El pañuelito, en el bolsillo. La carta de despedida, sobre la mesa. La acomodó mejor. Para que se viera bien le puso detrás, para sostenerla y que se mantuviera erguida, el florero.
En la cocina apretó la llave de paso del gas aun sabiendo que ya la había acerrado. Volvió al comedor. Miró la carta sobre el mantel de la mesa. Estaba bien, pero el florero… lleno de flores como estaba, era tan tétrico. Y su carta del adiós, puesta allí…, parecía velorio por anticipado.
Ay, qué se yo… -murmuró.
Pensó en la costa del río. Estaría todo embarrado, seguro que sí, y para llegar hasta la orilla tenía que atravesar un pastizal y se encastraría las botas, amén de que llegarían hechas un bodoque de tierra. Y el agua…, toda marrón y tan llena de basura…, ¡un asco!
No sé… -pensó-, Alfonsina al menos se entregó a un mar tan azul, y lleno de caracolas…
Se fijó en un rincón del techo. Según cómo daba la luz del día esa telaraña se dejaba ver, o no. Qué dirían de ella si dejaba la casa hecha una mugre. Dejó su bolso junto a la puerta, buscó el plumero y parada sobre una silla quitó la telaraña. Entonces, notó que sobre las aspas del ventilador había una capa de polvo de meses. Ya acabaría ella con esa fiesta de ácaros.

Al rato la casa lucía impecable. Para mejor había dejado de llover después d diez días grises y deslucidos. El sol resplandeciente iluminaba las paredes blancas y el aire tibio entraba por las ventanas, ahora abiertas, y bailoteaba tímidamente con las cortinas. La carta voló hasta el suelo, a sus pies. La recogió y sin leerla la guardó en su bolso, una pena tirarla… la redacción es buenísima, pero tenía tantas cosas que hacer que no iba a poder ir a suicidarse hoy. Otro día sí. Seguro.
No faltará oportunidad, se dijo. Después abrió la heladera y se fijó qué podría cocinar para esa noche.

Publicado en ALGOqueLEER. Septiembre 2002. AñoV – N° 41


La noche inventada


Escribir a oscuras. Como un ciego.
Te procurás la oscuridad.
Bajar las persianas, correr las cortinas, sentarse. Tomar las hojas preparadas, el libro que servirá de apoyo. Un bolígrafo. Los lentes no son necesarios, no.
Cerrar los ojos igual, a pesar de la oscuridad. Escribir sin pensar. Seguir la voz que nunca se detiene y tomar nota de lo que dice.
El perro del vecino ladra.  Dos veces.  Se detiene. Ladra dos veces más y se vuelve a detener.  Tiene una especie de ritmo. Otra vez ladra. Hace silencio.
Y ladra de nuevo.
Por el grosor de sus ladridos decidís que es un perro grande así que, el ovejero alemán ladra.  Quisieras que ya dejara de hacerlo;  la verdad. 
A pesar de la oscuridad creada, persianas bajas, cortinas que bloquean el paso de la luz, los párpados cerrados, una luz mínima logra filtrarse y tus párpados la perciben. Es que afuera hay un sol que parte la tierra; los pájaros revolotean y sus trinos desvergonzados desbaratan tu noche. La noche de tu dormitorio. 
Y las chicharras…
El ovejero alemán ya no ladra pero el día insiste en hacerse notar. Hay un rumor en el aire, sonidos que no lográs velar. Hay saludos en la calle, alegres, a los gritos;  tenedores que se chocan con los platos del almuerzo en un barrio próximo, rumores de coches en la lejanía, o de personas haciendo largas esperas en los municipios, en el banco, en el bar revolviendo el café para diluir los cristales del azúcar y la cucharita glinqui glinqui, glinqui. Una bocina y la advertencia  eficaz y a tiempo, ¡Cuidado señora!
¡El rumor del mundo entero te aleja del cuarto! Volvamos a la noche. La mente donde tengo el cuerpo, te lo dijeron más de una vez.
La oscuridad en el cuarto. Escribir así. Resaltar otros sentidos. ¿Estaré escribiendo encimado?  ¿Podré leer algo, luego, cuando la luz…? Los dedos de la mano izquierda sirven de margen y de renglones. Se deslizan una nada hacia abajo para tener una noción mínima del espacio. La mano derecha escribe, se detiene, y sigue escribiendo.  No sé si no estoy encimando las palabras.  O qué distancia hay entre los renglones imaginarios. Las persianas crepitan por el calor. Esta noche ficticia que recreaste para ver adónde te lleva el no ver objetos que te inspiren, no te engaña. No es de noche. Si tus párpados se abrieran ahora, tus ojos verían el dormitorio a la perfección, porque se acostumbraron a la oscuridad. A lo que los párpados ocultaron para dar lugar a esta atmósfera artificiosa que no te engaña.  El cuerpo está alerta durante el día, descansado. El techo de chapas cruje, según el sol aparece o se oculta detrás de las nubes. De noche, las chapas no muerden el aire con ese crujir incómodo. De noche, el silencio está plagado del croar de las ranas, con esa música que evoluciona según qué celebren: las lluvias, el encuentro con las aguas de algún charco efímero, la humedad, una bandada de insectos desprevenidos, el amor. De noche, si uno presta la suficiente atención, puede alcanzar a percibir cómo la luna se desliza sobre el riel que la transporta para que no pierda la ruta; un siseo; una poquita cosa en el cielo; Ssssss. Y si todavía uno no dejó de estar atento verá con claridad cómo, de pronto, una estrella roe la tansa que la sostiene y se deja caer en caída libre, y sobre el final de la caída, justo a tiempo, planea sobre la hondonada azul, como bordada, donde las estrellas ancianas se acumulan reunidas desde tiempos ancestrales. 
De noche se pueden ver los ojos de los gatos sin gatos, solo pares de ojitos –amarillos, con rayas, fluorescentes- moviéndose entre las plantas como si fuesen  peces entre las algas,  con esa misteriosa soberbia de quien sabe guardar  secretos que no revelará jamás.
Pero ésa es La Noche.
Que no es el día.

Y ahora hay cosas que hacer. 

No. Que no

Karla Gerard 
Hablale al gato. Miralo a los ojos y decile que no te gusta que llore todo el día sin necesidad. Dale de comer por la mañana, al mediodía, a la tarde y a la noche. Explicale que ya no va a estar en brazos porque es lo mismo; cuando lo dejes en el suelo quizás llore todavía más. Que le quede claro que no querías más gatos; dos era un buen número. Decile que tenés cosas que hacer. Que te molesta caminar mirando el suelo para no tropezarte con él cuando colgás la ropa, barrés o lavás el piso.
Y que la escoba es para barrer, no para que él la ataque con cada movimiento.

Decile que tenés una vida. Que te encanta el perro del vecino; mucho. Que estás harta de verlo en cada una de las ventanas como si fuese diez gatos; o Dios que está en todas partes. Que tu café, el que tomás sentada en el suelo porque te da la gana no es para que él lo olisquee y meta sus bigotes dentro.

Contale cosas terribles que sabés sobre el destino de otros gatos; incluso menos molestos que él. Que dé las gracias cada día por tenerte (y que ya deje de maullar).
Que si de noche  te levantás a tomar agua no es para que él maúlle afuera como si su vida corriera peligro. Y, que cuando abrís la puerta del patio no es motivo para que él vuelva a maullar como una sonaja sin fin. Cualquier día, a cualquier hora.
Que te está volviendo loca.
Huraña.
Insensible y mala.

El fin de semana andate. Metete en un cine para ver una película que te guste mucho; esa que esperaste que  se estrenara desde hace meses. No la disfrutes; pensá si el gato tiene su alimento, si no estará llorando por tu ausencia. Abandoná la sala –permiso, perdón, dejé el gas encendido, disculpe, gracias-, y volvete. Volvé  a toda prisa a tu casa con la sensación de haberlo arruinado todo.

 Al llegar, el gato estará durmiendo, plácidamente. Luego, al verte, comenzará a llorar otra vez.
Ponete a pensar en cómo era antes el silencio de tu jardín. Extrañalo. Y ahora preocupate. Estás hablándole a él que solo es un gato.

Breve

Descubrís a alguien, un escritor, nuevo para vos. Y como siempre que un escritor te seduce vas a su encuentro donde sea para saber. Para saberlo todo. Juventud, inicios, párrafos, textos.
Imágenes.  Siempre después; cuando ya te haces una idea,  resulta que ha fallecido. 
Lleva años de aquello.
Ese conocimiento te angustia. Como si la persona hubiese vivido su vida en unos minutos. Delante de tus ojos; y también delante de tus ojos de pronto decide morir creándote un nuevo estado de orfandad. 


Te mortifica el día entero. 


viernes, 2 de octubre de 2015

Instante fugaz del cuento de hadas

Bessie Pease Gutman 
La niña, todas las noches, se detiene junto a la puerta de la cocina, de la puerta que da al patio trasero de su casa, y recorre con sus manitos abiertas la superficie vidriada. Sus manitos tiernas y blancas, tan blancas como el tazón de leche que su mamá le acerca en las mañanas, tan tiernas como el arroz con leche y canela que su mamá le prepara en las tardes.
La niña recorre el vidrio; el vidrio no es del cristal fino y transparente como los otros que hay en las ventanas de la casa, sino una capa gruesa poco traslúcida y como plagada  de huellas de dedos que impiden ver qué hay detrás. La niña acerca el rostro a los dibujos del vidrio; muy pero muy cerca y mira. La luz que ve se descompone en colores fragmentados, pequeños discos de luz; azules, rosados, amarillos. Sus dedos recorren por ella los recovecos diminutos, los bordes redondeados y suaves y toca las formas que imagina: montañas de verdes húmedos, flores y hadas que plagarán sus sueños; hamacas que cuelgan de nubes esponjosas y donde ella se balanceará mientras duerme  esperando levantar vuelo hacia el horizonte dorado. Olvida la niña que está de pie junto a una puerta y corre por un prado de trigo y miel. Huele las fragancias que la tierra exhala cuando ha dejado de llover,  muerde duraznos que la salpican de dulce néctar; y ríe. Está tan feliz que sus brazos se abren y ella gira y da vueltas con cien mariposas blancas que se enredan en las cintas de  su vestido de plumetí. Hasta que huele el pan que su madre hornea, las verduras que bullen en la sopa deliciosa y deja el vidrio atrás. Ve a su madre que canta junto a la cocina, la mesa dispuesta para la cena familiar; y a su padre sonriéndoles a las dos. La niña guarda esa imagen en su interior, en un lugar reservado donde atesora momentos como esos. Abraza a sus padres. Los tres se rodean con un halo amoroso y único.  La niña se retira  a dormir desconociendo  que hasta los cuentos más bellos un día llegan a su fin. 

jueves, 1 de octubre de 2015

Ay, la Paca

Que no era acá, que no era allá ni debajo del pino aquel sino de otro parecido pero no,  que era más pequeño, más gordo, más alto; idéntico. Pepa prefería decir que quizás, quién sabe, en una de esas, a lo mejor, en el cementerio a la Paca la habían cambiado de ubicación, así, sin avisar, de repente y porque sí, y que no había consideración: Somos la familia, ¿o no?, cómo que no nos avisan a nosotros que SOMOS LA FAMILIA. Y lo decía así, todo con mayúsculas para que se entendiera bien la relevancia que ella le daba a ciertos asuntos. Aunque también le gustaba mucho aclararnos que ella era más familia de Paca que ninguno, porque era la hermana; y por una cuestión de antigüedad; que nos quedara claro eso.  Nos llevaba añares de ventaja. Que no nos fuéramos a creer habráse visto.

Pepa hablaba haciendo gestos; siempre. Ése día más gestos que nunca: para que todos escucháramos caminaba dando giros, giraba y seguía buscando a Paca con la cara ya preparada para la sorpresa del encuentro. Movía la boca para que algunas palabras pudiéramos leérselas en los labios, había que tener en cuenta entre los nuestros a los que ya no tenían sus oídos aguzados como otrora.  Los ojos a la Pepa se le abrían hasta el límite de lo permitido por la naturaleza, a los chicos les daba la risa, un esfuerzo más, unos milímetros más de apertura desmesurada, y sus globitos oculares saldrían de sus cuencos y se perderían entre las calles del cementerio sin más; caerían como dos  bolitas, dos canicas de vidrio de las grandes y blancas y rodando irían a perderse en algún sumidero. Y estaba lo de las cejas también.  Las delgadas líneas de los que supieron ser sendos y frondosos marcos para sus ojos ambarinos, y que ahora estaban dibujadas con lápiz negro, le subían y le bajaban, se unían, se ponían raras, en desniveles imposibles; varias capas diferenciables de asombro. En cuanto a sus brazos, apenas regordetes, prevalecía  el movimiento, sin importar si estaba exaltada o a punto de unir sus manos en oración. O dando indicaciones a un tráfico inexistente, iban y venían y de pronto, eran fuuummm un trompo loco.
Pepa iba al frente de la comitiva para encontrar a Paca, pero la comitiva que formábamos aquel mediodía había sido originalmente conformada para darle el adiós postrero a otro familiar que sobre el mediodía había sido enterrado, dejado atrás y casi olvidado; ahora lo que todos ansiábamos de una buena vez era encontrar el sitio de la Paca. Pero, ¿dónde había que buscar a esa mujer? ¿Dónde escondían a la gente de bien en ese cementerio de mala muerte?
Pasado ya ese mediodía teníamos en el haber de nuestra memoria más de un centenar de nombres de lápidas, y algunos comenzaban a repetirse. Uno de los críos protestó, ¿cuántas tumbas faltan para encontrarla a la tía Paca?, y mordió el alfajor enorme que le habían llevado por las dudas. Pepa dijo que estábamos girando en redondo, así no la íbamos a encontrar ni para el día del juicio final. Y que encima ninguno traía una mísera flor que a la Paca le agradaban tanto, dijo. Ni cortos, que en la familia son todos altos, ni perezosos, que los había pero no era el momento de traerlo a colación, unos tomaron flores prestadas de algunas tumbas, previo santiguarse con la promesa vana de regresar con varios ramos para reponer, otros dijeron que ni locos que estuvieran, que lo de la maldición y eso y salieron a la puerta a comprar y de paso varios ni volvieron. Así estaban las cosas cuando un murmullo creciente terminó convirtiéndose en el griterío habitual de las reuniones, Acá está, dijeron unos, La encontramos, dijeron otros, ¿Ya podemos irnos a casa má?, esto último fue dicho con la boca desbordante  de alfajor de chocolate. Otras bocas, libres de gluten, repitieron, La encontramos, ahí está, por fin con este calor. Y así fue. Paca estaba adonde la habíamos dejado, sentadita en un banco de mármol, justo debajo del pino alto terminándose un helado que solo el Supremo sabe de dónde sacó. Al vernos llegar, todos y cada uno con flores en las manos, y nuestras caras compungidas expresó: Que no he muerto. Y volvimos a las casas tan felices.

Siesta


Un rayo de  sol se abre camino a través de una rendija de las persianas bajas del cuarto. El haz luminoso pasa por sobre tus ojos mientras estás a la espera de que el sueño llegue. Es un rayo perfecto: una línea delgada y chata que se acurruca a finalizar su recorrido en un rincón del dormitorio. Tus párpados se unen y se separan cada vez con más demora entre el cerrar y el volver a abrir, cada vez más laxos. De todas maneras el haz de luz en la oscuridad, tan cerca de tu cara, te atrae. Esa pequeña vía láctea, el mundo minúsculo de polvo inquieto. Las partículas se mueven, se desplazan en varias direcciones, brillan como polvo de estrellas. Tienen colores; un mundo galáctico y microscópico de corpúsculos inquietos. Soplás una vez. Soplás con más fuerza; no tanta: un remolino suave fragmenta la uniformidad de ese movimiento y enseguida la secuencia retoma su modo inicial.


Te vas durmiendo, ya tus ojos apenas se entreabren, que sí, que no que no; que no. El sueño vence;  la magia desaparece.