jueves, 16 de febrero de 2017

En breve cárcel, de Sylvia Molloy (fragmento)


Escribe ahora en la oscuridad. Al hablar de su madre y de su hermana -no al hablar de Vera, no al hablar de Renata- la visión se nubla. Las evoca a las dos, las dos tan lejanas, e inmediatamente se pega (no se le ocurre otra palabra) a los recuerdos que tiene de cada una. No hay deseo, de ningún modo: sí una necesidad de adherirse, de perderse en ellas. Sueños: le da de comer a su madre, le da de comer a su hermana, de pronto se pregunta: ¿por qué es ella quien ha elegido darles de comer, por qué las protege, por qué elige comer ella la mano reseca de su padre para que no la vea su madre? Sueños, una vez más, con su madre, con Clara. Hay un restaurante, en un sueño, que está en Paris. Precisamente en la calle del rey de Sicilia, y al que lleva a las dos, pero una vez que llegan el restaurante ha desaparecido: las tres están hambrientas y ella no ha encontrado el lugar donde se come tan bien. Otro sueño, también con las dos: les promete un paseo, casi un paseo subterráneo, desconocido de todos, entre dos puntos muy distantes de la ciudad. Cuando llega a la entrada, disimulada entre dos edificios viejos, no consigue abrir la puerta. Como guía -evidentemente- no es demasiado eficaz. Hay algo, hay algo se dice en estos sueños (porque hay muchos más); en estos sueños que sin cesar la hacen visitar ciudades -Amberes, París, Roma, Buenos Aires- donde con su madre, donde con su hermana, recorre espacios sin saber adónde va. En todas hay un punto secreto y ella no lo encuentra. 

De En breve cárcel, de Silvia Molloy (1981) 

Cuadro, Leszek Sokol

Hoy querría estar sola en el mar: cómoda en el agua, dejándose ir, sin que nadie la llame desde la costa, sin salvatajes espectaculares. Simplemente con el agua, con el mar violento que añora porque lo necesita cada vez más. En esas vacaciones desaparecían los horarios o se modificaban tan radicalmente que el ritmo que marcaban era casi suyo. No se almorzaba a la una sino a las tres; no se comía a las nueve sino a las once. El pueblo al borde del mar era entonces casi un pueblo de campo, con algunas calles asfaltadas, con muchas diagonales que partían de una plaza central invariablemente seca, decoradas con palmeras y un general de bronce: era un puñado de manzanas que de pronto se disolvía en quintas y potreros. (...) No es del todo verdad que necesite de recintos estancos como el cuarto en que vive, como el cuarto de baño en el que de chica se fabricaba una existencia, para imaginar: suelta en el mar, urdía fantasías igualmente satisfactorias. Habría querido, aunque fuera una única vez, volver al mar por la tarde, sola, quedarse en el agua hasta sentirse entumecida y totalmente entregada a las olas. Entonces se habría dejado llevar sin miedo, a una hora en que ya no había bañeros ni figuras maternales que se agitaban en la playa, y se habría dormido lejos, muy lejos de la costa, sintiéndose segura.

De En breve cárcel, Silvia Molloy.

Cuadro, Catrin Welz Stein
El show todavía no había empezado, les dijo el portero. Se ubicaron en una mesita, en la penumbra, y pidieron las bebidas. No había mucha gente, porque era una noche de semana, pero todos los presentes, salvo ellos, eran del ambiente. Los hombres tenían peluquines de colores inverosímiles, las mujeres eran viejas, demasiado pintadas y enjoyadas, y la mayoría de ellas con pelucas excesivas. Junto a cada mesa había una silla cargada con tapados de piel. Se bebía pesadamente, y eso que la noche recién empezaba. En la barra había por lo menos veinte borrachos.
-¿Y si les cortan la luz? -dijo Kitty.
-Ni lo notarían. Pero no la van a cortar. Los dueños de estos locales siempre conocen a algún empleado de la compañía de electricidad y averiguan con anticipación qué va a pasar.
-Aquella vieja está borracha.
-¿Cuál, la de pelo azul? No creas. Ha estado borracha durante diez mil noches, así que ha adoptado el gesto. Pero me parece que todavía está sobria.
-¡Cómo hablan todos!
-Es notable, en efecto. Siempre están hablando. Pasada cierta edad tienen una técnica tal que nunca les falta tema. (...)
-Todo esto es extraordinario -decía Reynaldo-. Uno piensa que es posible sobrevivir, después de todo.
-Pero nosotros no vamos a ser extraños.
-Es cierto. No podríamos. A nuestra edad ellos ya habían dado la vuelta a la Vía Láctea. Nacieron adultos. Antes todo era distinto. Son de la época anterior a la juventud, esa pérdida de tiempo.

De La luz argentina, de César Aira (1983)

Cuadro, Vladimir Hudobko


De todos modos, compró la cajita junto con los dijes, aunque más no fuera para que no la comprara Hua, cuya vulgaridad lo deprimía. Había notado que miraba con interés al desconocido sodomita. El descubrimiento de esa clase de interés siempre está latente. Con el pretexto de que el humo de los cigarrillos podía hacerle mal a Hin mandó salir a la señora Whu, que la tenía en brazos y que había entrado de la cocina, interesada en el mercado de pulgas improvisado sobre la mesa. Le dijo que le preparara el baño, aunque era temprano; acostumbraban bañarla exactamente cuando se ponía el sol. Creyó captar una mirada de la pequeña, y sintió que irradiaba una pureza totalmente heterogénea a toda idea de perversión. No importaba que ella misma fuera una prueba tangible de perversión, más bien por el contrario: el hecho de que fuera real y tangible, y no un artefacto de miradas ambiguas e intenciones a medio camino de lo imaginario, la ponía decididamente en otro plano. La supuesta, imaginaria pederastia de Hua, nunca tendría un cetro en la vida. La mirada absolutamente límpida de la niña entretenía a Lu a veces: cuando había empezado a buscarle los ojos (y eso había sucedido muy temprano, al mes de vida, poco después de que la trajera a la casa), todo saber se había simplificado hasta tomar una consistencia sólida y opaca. Sus amistades habían empezado a volverse seres vagos, desdibujados. Como si la mirada de la niña creara por contraste con su claridad excesiva una bruma alrededor.

De Una novela china, de César Aira (1987)

imagen: web
Lo primero que hizo al llegar a la oficina, fue buscar con los ojos a Juliana. Ella, menuda y casi insignificante en su tailleur gris, estaba sentada en el escritorio del rincón, escribiendo a máquina. Como de costumbre. ¿Cómo de costumbre? No, tenía que pasar algo distinto, tenía que suceder cualquier cosa fuera de lo rutinario, de lo cotidiano… Tenía que atreverse, de una buena vez, a hablar con Juliana. Se le acercó mucho, simulando que buscaba unos expedientes para no provocar la ira de Bermúdez, el petiso Bermúdez, que desde que era Jefe de Personal se creía quién sabe qué cosa. Cuando rozaba con su mejilla el pelo lacio de Juliana, murmuró apenas: -“Anoche soñé con vos”-. Y tuvo que apartarse de golpe, casi como si le hubieran contestado con una bofetada, cuando captó el sentido de la respuesta femenina: -“Yo también”-. –“¿Vos también? ¡Jurámelo!” Ella alzó los ojos casi amarillos, los ojos felinos. Y ronroneó: -“Te lo juro, Carlitos”-.
Aquello era mucho más de lo que nunca esperara. Tartamudeó tratando de decir algo más. Al cabo le salieron tres palabras: -“¿Y esta noche?” Juliana dejó de teclear por un instante. Parecía que estaba a punto de maullar y de restregarse contra él.
Una tos seca de Bermúdez la contuvo. Pero dijo: -“Bueno, Carlitos, soñemos también esta noche”-.
No se volvieron a hablar durante toda la mañana, pero él se la pasó silbando de puro contento.
Fue un sueño simple, casi ingenuo. Juliana estaba sentada en la cama, con las piernas delgaditas y morenas cruzadas como las de un fakir. Tenía un camisón amarillo con muchas cintas en el escote. Y el cabello suelto. Infantil, preciosa. Nena mía. Él le tendía las manos, ella las tomaba entre las suyas, apretando suavemente, y se las llevaba a la boca empezando a mordisquearle las uñas. Una deliciosa cosquilla en las yemas de los dedos y después la profunda negrura del olvido. Al otro día se levantó radiante. Hizo como treinta flexiones y al enfrentarse con el espejo, mientras se afeitaba, se encontró rejuvenecido. Se peinó con cuidado y recién cuando se anudaba la corbata notó que tenía las uñas comidas. Recordó el sueño. Cuando llegó a la oficina le mostró las manos a Juliana. Juliana sonrió.
–“Sos un amor”-, dijo.


De, Fabulario, "Tan linda en camisón, Juliana". 
De Eduardo Gudiño Kieffer (1969)

(Imagen: web)

jueves, 9 de febrero de 2017

Si uno avanza confiadamente en la dirección de sus sueños, y trata de vivir la vida que se ha imaginado, se encontrará con un éxito inesperado en cualquier momento. 


Henry David Thoreau 

Imagen, muxote potolo bat (fb)


Ella se puso de pie,y le besó la oreja, una cosa delicada, una criatura marina con el viento de su beso atrapado adentro.


Lorrie Moore, Dos chicos (cuento-fragmento). 
Como la vida, ed. Emecé 



ilustración, Gaelle Boissonnard
De chica, le había gustado rezar y siempre había improvisado. Había cerrado los ojos con fuerza, como si se los hubieran cosido y en el medio de todos los colores, estaba segura de que veía a Dios nadando hacia ella con mensajes y consejos, una gran galletita de la suerte con barba y una bata, que aleteaba, aleteaba en el agua. Ahora el cántico la mareaba. Abrió los ojos. La iglesia era silenciosa y moderna, iluminada como una biblioteca y llena de mujeres de rodillas, como si nunca fueran a levantarse de nuevo. 

Lorrie Moore, Dos chicos (fragmento/cuento).
Como la vida - editorial Emecé

Ilustrador, Victor Nizotsev

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En facebook A la orilla del silencio


Y de pronto, a Mary se le ocurrió que iba a tener que elegir, que incluso si una no sabía a quién amar en el mundo, era importante elegir. Una elegía amar como una creencia, una fe, un lugar, una caja para que el corazón de una se golpeara contra ella como un espectro en una casa.

Lorrie Moore, Dos chicos (cuento/fragmento).
Como la vida, edit. Emecé

Ilustración, Despoena Leonis

En facebook: A la orilla del silencio