lunes, 11 de enero de 2016

Una mañanita azul, por Norah Lange

ilustración: Isabel Hojas 

Una mañanita, azul 
El sol se cayó en mis manos. 
Los rayos se pasearon por los caminos de mis brazos. 
El beso de oro 
Hizo sangrar mis dedos 
Todo el cristal se rompió de llanto 
Y el camino 
Largo, como un siglo 
Formó otro horizonte.


De cuando era grande, Katy Herendi



De pequeña tenía costumbres que me avergonzaban porque pensaba que nadie más que yo hacía las cosas que a mí me gustaba hacer. Creencias con las que crecí y que mucho después, cuando las contaba a alguien más con mi habitual timidez, descubrí que muchos niños llenaron su infancia solitaria de recuerdos similares. 

Me gustaba caminar tocando las paredes de la casa donde vivíamos. Empezaba por el portón verde de rejas trabajadas de la entrada de la calle que daba a un jardín de rosas, no muy grande. La casa estaba pintada de amarillo pálido como casi todas las casas del barrio. Me gustaba sentir en las palmas de las manos la rugosidad tenue y fresca. Simulaba estar distraída y avanzaba lenta y ceremoniosa como una novia de telenovela camino al altar mientras acariciaba el paredón que era el lateral de la casa de dos plantas vecina a la nuestra, al llegar a la entrada del garaje, que nunca vi abierto no sé por qué, doblaba y seguía pasando mis manos por el hueco del porche hasta donde la pared terminaba y comenzaba el pasillo. Allí me detenía para ver cuán largo era ese pasillo, para mí, a esa edad, con ese tamaño pequeño con el que todo era alto inalcanzable o largo, infinito, y sin sacar la palma de mi mano de la pared llegaba al ventanal. Allí me ocurría la extrañeza de siempre; me asaltaban imágenes de cuando había sido grande, y de alguna manera tenía la convicción de que aquello que sentía tan nítido lo recordaría cuando volviese a ser grande. Entonces me quedaba largo rato con mis pensamientos enormes en mi cuerpo de niña con una visión magnífica de lo que me rodeaba, porque sabía que luego de cierto tiempo todo volvería a estar al alcance de mi mano y ya no precisaría estirarme tanto y quizás inútilmente; la hamaca de madera con los dos asientos enfrentados me iba a parecer baja y para ese entonces tal vez dejaría de interesarme por ella. Cuando mi madre me llamaba para saber qué estaríamos haciendo mis hermanos y yo, y luego de comprobar que mis hermanos estaban jugando a la pelota en la vereda mientras que como de costumbre yo prefería la soledad, me esforzaba por responder como una niña que, después de todo, era lo que se esperaba de mí. Si me alejaba del ventanal la sensación desaparecía. Solo se daba en aquel espacio y junto a ese lugar, ese punto exacto cerca de la ventana y creo que rápido lo olvidaba para evitar tener que explicárselo a nadie. 
Y además tenía un novio que había dibujado con una tiza de costurera de mi madre. Le había dibujado los ojos y una boca en la columna de desagüe de lluvia que sobresalía de la pared del pasillo. A veces nos besábamos furtivamente sin que nadie nos viera. Era hermoso. 
Quizás por eso es que cuando un niño habla, en la calle, en una plaza cualquiera, en un paseo, presto mucha atención y lo tomo muy en serio. Los niños saben de lo que hablan, nos hablan con verdad. Y saben cosas que nosotros ya hemos olvidado.


Katy Herendi, De cuando era grande
Ilustración, Margaret Tarrant



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